La virginidad cristiana (IV parte)

Cuando la llamada a la continencia «por el reino de los cielos» encuentra eco en el alma humana, no resulta difícil percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones de la temporalidad parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe en la resurrección futura. Los que hacen en la vida esta opción «por el reino de los cielos», no observan la continencia por el hecho de que «no conviene casarse», como responden los fariseos en la conversación con Jesús cuando él les habla de la indisolubilidad del matrimonio: «Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse» (Mt 19, 10). Los que eligen esta opción lo hacen por el valor particular que está vinculado con ella y que hay que descubrir y aceptar personalmente como vocación propia.

«No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismo se han hecho tales por amor al reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 11-12). Si Cristo habla de aquellos «que a sí mismos se han hecho tales por amor al reino de los cielos» (Mt 19, 12), ciertamente hace esta distinción para poner de relieve su carácter voluntario y sobrenatural. Voluntario, porque los que pertenecen a esta clase lo han elegido; sobrenatural porque lo han hecho «por el reino de los cielos».

Mientras en las palabras del sermón de la montaña se halla la antropología del hombre «histórico»: en las palabras sobre la continencia voluntaria, permanece esencialmente la misma antropología, pero iluminada por la perspectiva del «reino de los cielos». Este ser humano, varón o mujer, manifiesta la «virginidad» escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará el absoluto y eterno significado esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios mismo, mediante la perfecta unión de todos los «partícipes del otro mundo», en el misterio de la comunión de los santos. La opción de la continencia por el reino de los cielos es una orientación hacia aquel estado escatológico, en que los hombres «no tomarán mujer ni marido». Es una excepción respecto al estado del que el hombre desde «el principio» vino a ser y es partícipe, durante toda la existencia terrena. Esta excepción incluye en sí el anticipo de la vida escatológica.

El matrimonio de María con José, encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio de la perfecta comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto conyugal, y a la vez el misterio de esa singular «continencia por el reino de los cielos»: continencia que servía, en la historia de la salvación, a la perfecta «fecundidad del Espíritu Santo». María y José, que vivieron el misterio de la concepción y el nacimiento de Jesús, se convirtieron en los primeros testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la fecundidad del Espíritu: «Lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1,20). La maternidad divina de la Virgen, debía ayudar a comprender, por una parte, la santidad del matrimonio y, por otra, el desinterés con miras al «reino de los cielos», del que Cristo había hablado a sus discípulos. La continencia «por el reino de los cielos» sirve a esa fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre, que proviene del Espíritu Santo (Espíritu de Dios).

Reflexión: ¿Entendemos la vocación a la vida consagrada como un llamado de Dios? Respetamos y apoyamos este llamado en nosotros (de ser el caso) o en los demás (nuestros hijos por ejemplo)?

33) La fuerza de la redención del cuerpo

«El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor» (1Cor 7,32), en esta expresión «cosas del Señor» quiere decir ante todo el reino de Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 18) y cuanto contribuye al crecimiento de ésta. El hombre procura agradar siempre a la persona amada por tanto, el «agradar a Dios» no carece de este carácter que distingue la relación interpersonal entre los esposos. «Agradar a Dios» es sinónimo de vida en gracia de Dios, o sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. San Juan la aplica a Cristo: «Yo hago siempre lo que es de su agrado [del Padre]» (Jn 8, 29). «Agradar a Dios», es entendido en el Nuevo Testamento como seguir las huellas de Cristo.

En uno de los últimos libros de la Sagrada Escritura, la expresión «agradar a Dios» llega a ser una síntesis teológica de la santidad. La «santidad» es un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica, especialmente en el Antiguo Testamento es una «separación» de lo que no está sujeto a la influencia de Dios, lo que es «profanum» a fin de pertenecer exclusivamente a Dios. Lo que está ofrecido a Dios debe distinguirse por la pureza moral y, por tanto, presupone un comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado» según el modelo virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27).

En la llamada a la continencia «por el reino de los cielos», primero los mismos discípulos y luego toda la Tradición viva descubrirán muy pronto el amor que se refiere a Cristo mismo como Esposo de la Iglesia y Esposo de las almas, a las que Él se ha entregado hasta el fin en el misterio de su Pasión y en la Eucaristía. El perfecto amor conyugal debe estar marcado por la fidelidad y la donación al único Esposo (o única Esposa) sobre las cuales se fundan la profesión religiosa y el celibato sacerdotal. En definitiva, la naturaleza de uno y otro amor es «esponsalicia», es decir, expresada a través del don total de sí. El amor esponsalicio que encuentra su expresión en la continencia «por el reino de los cielos», debe llevar a «la paternidad» o «maternidad» espiritual, es decir, a la «fecundidad del Espíritu Santo»; de manera análoga al amor conyugal que madura en la paternidad y maternidad física y en ellas se confirma precisamente como amor esponsalicio.

Si alguno elige el matrimonio, debe elegirlo tal como fue instituido por el Creador «desde el principio», debe buscar en él los valores que corresponden al designio de Dios y si alguno decide seguir la continencia por el reino de los cielos, debe buscar en ella los valores propios de esta vocación. En otros términos: debe actuar conforme a la vocación elegida. El que toma la decisión de la continencia «por el reino de los cielos»: debe realizar esta decisión, sometiendo el estado pecaminoso de la propia humanidad a las fuerzas que brotan del misterio de la redención del cuerpo. Debe hacerlo como todo hombre, que no tome esta decisión y su camino sea el matrimonio. Sólo es diverso el género de responsabilidad por el bien elegido, como es diverso el género mismo del bien elegido.

Mientras el matrimonio está ligado a la escena de este mundo que pasa y por lo tanto impone, en un cierto sentido la necesidad de «encerrarse» en esta caducidad; la abstención del matrimonio, en cambio, está libre -se puede decir- de esa necesidad. Pablo dirá de los que eligen el matrimonio que hacen «bien», y, de todos los que están dispuestos a vivir la continencia voluntaria, dirá que hacen «mejor» (1Cor 7, 38). La superioridad evangélica y auténticamente cristiana de la virginidad, de la continencia, está dictada consiguientemente por el reino de los cielos.

El don que reciben las personas que viven en el matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y han elegido la continencia por el reino de Dios no obstante, es verdadero «don de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o sea, adecuado a su vocación de vida. En una y en otra vocación-, actúa ese «don, es decir, la gracia que hace que el cuerpo se convierta en «templo del Espíritu Santo» y que permanezca tal, así en la virginidad (en la continencia), como también en el matrimonio, si el hombre se mantiene fiel al propio don y, en conformidad con su estado, no «deshonra» este «templo del Espíritu Santo», que es su cuerpo.

Reflexión: ¿Somos conscientes del valor de la castidad de nuestros sacerdotes, religiosas y en general, de todos los llamados a la vida consagrada? ¿Qué papel tenemos nosotros en la fidelidad de ellos a su llamado a vivir anticipadamente la vida escatológica?

 

34)  El llamado a la instauración del reino de Dios en la tierra

Cristo predicaba el «reino de los cielos», es decir, el «reino de Dios» en su instauración temporal y al mismo tiempo, lo pronosticaba en su cumplimiento escatológico. La instauración temporal del reino de Dios es, a la vez, su inauguración y su preparación para el cumplimiento definitivo. Si llama a algunos a la continencia «por el reino de los cielos», se deduce del contenido de esa expresión, que los llama a participar de modo singular en la instauración del reino de Dios sobre la tierra. La renuncia al matrimonio y a una familia propia se deriva del convencimiento de que, así, es posible contribuir mucho más al reino de Dios en su dimensión terrena con la perspectiva del cumplimiento escatológico.

Al hablar de los que han elegido conscientemente el celibato o la virginidad por el reino de los cielos Cristo pone de relieve -al menos de modo indirecto- que esta opción, en la vida terrena, va unida a una renuncia – vista en categorías de temporalidad- y también a un determinado esfuerzo espiritual. Pero es propio del corazón humano aceptar exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y sobre todo en nombre del amor hacia la persona.* La continencia «por el reino de los cielos» ha venido a ser en la experiencia de los seguidores de Cristo el acto de una respuesta particular al amor del Esposo Divino, y, por esto, ha adquirido el significado de un acto de amor esponsalicio: esto es, de una donación esponsalicia de sí, para corresponder de modo especial al amor esponsalicio del Redentor; una donación de sí entendida como renuncia, pero hecha, sobre todo, por amor. La continencia «por el reino de los cielos» lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención, hizo El mismo esta opción «por el reino de los cielos». *

La mentalidad contemporánea está habituada a referirse al instinto sexual, transfiriendo al terreno de la realidad humana lo que es propio del mundo de los animales. La aplicación del concepto de «instinto sexual» al ser humano limita, sin embargo, grandemente y, en cierto sentido «empequeñece» lo que es la masculinidad-feminidad del ser humano y aquello, en virtud de lo cual, el hombre y la mujer, se unen de manera que llegan a ser una sola carne (Gen 2, 24). En la base de la llamada de Cristo a la continencia está no sólo el «instinto sexual», como categoría de una necesidad, diría, naturalística, sino también la conciencia de la libertad del don, que está orgánicamente vinculada con la profunda y madura conciencia del significado esponsalicio del cuerpo.

El hombre se encuentra plenamente a sí mismo a través de un don sincero de sí y por esto es capaz de elegir la donación de sí mismo, hecha a otra persona en el pacto conyugal, y también es capaz de renunciar libremente a esta donación de manera que, al elegir la continencia «por el reino de los cielos», pueda donarse a sí mismo totalmente a Cristo. *El que, según las palabras de Cristo, «comprende» de modo adecuado la llamada a la continencia por el reino de los cielos, es capaz de descubrir una nueva e incluso aún más plena forma de comunión con los otros al convertirse en «don sincero para los demás». *

El significado esponsalicio del cuerpo puede plasmarse en el amor que compromete al hombre, en el matrimonio para toda la vida (Mt 19, 3-10), pero puede plasmarse también en el amor que compromete al hombre para toda la vida en la continencia «por el reino de los cielos» (Mt 19, 11-12). Estas dos dimensiones, de la vocación humana no se oponen entre sí, sino que se complementan. Ambas dan respuesta plena a uno de los interrogantes fundamentales del hombre: el interrogante sobre el significado del «ser cuerpo», es decir, sobre el significado de la masculinidad y feminidad, de ser «en el cuerpo» un hombre o una mujer. La llamada de Cristo a la continencia «por el reino de los cielos», justamente asociada a la evocación de la resurrección futura (cfr. Mt 21, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40), tiene un significado capital no sólo para el ethos y la espiritualidad cristiana, sino también para la antropología y para toda la teología del cuerpo, que descubrimos en sus bases.

Reflexión: ¿Creemos en la sexualidad como algo que va mucho más allá de lo instintivo, es decir, vemos la renuncia y la libertad del don como algo realmente posible?

35) La esperanza de cada día

La redención del cuerpo es, según San Pablo, objeto de esperanza. Una esperanza que ha arraigado en el corazón del hombre, en cierto sentido, inmediatamente después del primer pecado. Para comprender todo lo que comporta «la redención del cuerpo», según la Carta de Pablo a los Romanos, es necesaria una auténtica teología del cuerpo. He tratado de construirla tomando como base ante todo las palabras de Cristo. Los elementos constitutivos de la teología del cuerpo se encuentran en lo que Cristo dice, remitiéndose al «principio», en la respuesta a la pregunta sobre la indisolubilidad del matrimonio (Mt 19, 8); en lo que dice sobre la concupiscencia, refiriéndose al corazón humano, en el sermón de la montaña (Mt 5, 28); y también en lo que dice sobre la resurrección (Mt 22, 30). Cada uno de estos enunciados encierra en sí un rico contenido de naturaleza tanto antropológica, como ética. Cristo habla al hombre, y habla del hombre: del hombre que es «cuerpo», y que ha sido creado varón y mujer a imagen y semejanza de Dios; habla del hombre, cuyo corazón está sometido a la concupiscencia; y finalmente habla del hombre, ante el cual se abre la perspectiva escatológica de la resurrección del cuerpo.

El «cuerpo» significa (según el libro del Génesis) el aspecto visible del hombre y su pertenencia al mundo visible. Para San Pablo no sólo significa esta pertenencia, sino a veces también la alienación del hombre del influjo del Espíritu de Dios. Uno y otro significado están relacionados con la «redención del cuerpo».

La «redención del cuerpo» se expresa no sólo a través de la resurrección en cuanto victoria sobre la muerte. Está también presente en las palabras de Cristo, dirigidas al hombre «histórico», lo mismo cuando confirman el principio de la indisolubilidad del matrimonio, cual principio proveniente del Creador mismo, como cuando -en el sermón de la montaña- el Señor invita a superar la concupiscencia incluso sólo en los movimientos interiores del corazón humano. Es necesario decir que ambos enunciados-clave se refieren a la moralidad humana, tienen un sentido ético. Aquí se trata no de la esperanza escatológica de la resurrección, sino de la esperanza de la victoria sobre el pecado a la que podemos llamar esperanza de cada día.

En la vida cotidiana el hombre debe sacar del misterio de la redención del cuerpo la inspiración y la fuerza para superar el mal que está adormecido en él bajo la forma de la triple concupiscencia. El hombre y la mujer, unidos en matrimonio, han de iniciar cada día la aventura de la indisoluble unión de esa alianza que han establecido entre ellos. Pero también el hombre y la mujer, que han escogido voluntariamente la continencia por el reino de los cielos, deben dar diariamente testimonio vivo de la fidelidad a esa opción, acogiendo las orientaciones de Cristo en el Evangelio, y las del Apóstol Pablo en la primera Carta a los Corintios. En todo caso se trata de la esperanza de cada día que, en consonancia con los deberes comunes y las dificultades de la vida humana, ayuda a vencer «al mal con el bien» (Rom 12, 21).

Penetrando en la vida diaria con la dimensión de la moral humana, la redención del cuerpo ayuda, en primer lugar, a descubrir todo ese bien con el que el hombre logra la victoria sobre el pecado y sobre la concupiscencia. Las palabras de Cristo, que traen su origen de la profundidad divina del misterio de la redención, permiten descubrir y reforzar esa vinculación que existe entre la dignidad del ser humano y el significado nupcial de su cuerpo. Permiten comprender y realizar en la práctica, según ese significado, la libertad plena del don, que de una forma se expresa a través del matrimonio indisoluble, y de otra forma se expresa mediante la abstención del matrimonio por el reino de los cielos. A través de estos caminos diversos Cristo revela plenamente el hombre al hombre, dándole a conocer «su altísima vocación». Esta vocación se halla inscrita en el hombre precisamente mediante el misterio de la redención del cuerpo.

Todo lo que he querido decir en el curso de nuestras meditaciones, para comprender las palabras de Cristo, tiene su fundamento definitivo en el misterio de la redención del cuerpo.

Reflexión: ¿Soy consciente cada día de que Cristo me redimió y de que eso me da la victoria sobre el pecado?