Sacramento del matrimonio (V parte)

Conviene someter a análisis profundo el citado texto a la luz de lo que Cristo nos dijo sobre el cuerpo humano. El habló no sólo refiriéndose al hombre «histórico» y por lo mismo al hombre, siempre «contemporáneo», a su «corazón», sino también poniendo de relieve, por un lado, las perspectivas del «principio», o sea, de la inocencia original y de la justicia y, por otro, las perspectivas escatológicas de la resurrección de los cuerpos, cuando «ni tomarán mujeres ni maridos» (Lc 20, 35). Todo esto forma parte de la óptica teológica de la «redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23).

Las palabras del autor de la Carta a los Efesios tienen como centro el cuerpo; y esto, tanto en su significado metafórico, el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, como en su significado concreto, el cuerpo humano en su perenne destino a la unión en el matrimonio, como dice el libro del Génesis: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24). ¿De qué forma aparecen y convergen estos dos significados del cuerpo en el párrafo de la Carta a los Efesios?

El texto en mención de la Carta a los Efesios no se puede entender correctamente si no es en el amplio contexto bíblico, considerándolo como «coronamiento» de las verdades reveladas en la Palabra de Dios. Por esto el citado pasaje de la Carta a los Efesios es también un texto-clave que en la liturgia aparece siempre relacionado con el sacramento del matrimonio, el más antiguo de los sacramentos. ¿Cómo emerge la verdad sobre la sacramentalidad del matrimonio en este texto?

En el texto de la Carta a los Efesios, trataremos de comprender el matrimonio como sacramento: primero, en la dimensión de la Alianza y de la gracia, y después, en la dimensión del signo sacramental. El sacramento es signo de la gracia y es un signo eficaz. No solo la expresa de modo visible en forma de signo, sino que la produce y contribuye a hacer que la gracia se convierta en parte del hombre y que en él se realice y se cumpla la obra de la salvación. Aunque sea de forma muy general el cuerpo entra en la definición del sacramento, siendo él mismo «signo visible de una realidad invisible», es decir, de la realidad espiritual, trascendente, divina. Mediante este signo Dios se da al hombre en su trascendente verdad y en su amor.

Reflexión: ¿Vivo en mi matrimonio la gracia que el sacramento produce? ¿Permito que la gracia del sacramento del matrimonio se convierta en parte de mí y se cumpla la obra de la salvación»?

37) El justo equilibrio

El contenido del texto objeto de nuestro análisis, aparece en el cruce de los dos principales hilos conductores de toda la Carta a los Efesios: el primero, el del misterio de Cristo que, como expresión del plan divino para la salvación del hombre, se realiza en la Iglesia; el segundo, el de la vocación cristiana como modelo de vida para cada uno de los bautizados y cada una de las comunidades.

En el contexto inmediato del pasaje citado, el autor de la Carta trata de explicar de qué modo la vocación cristiana debe realizarse y manifestarse en las relaciones entre todos los miembros de una familia. Específicamente en el caso de los cónyuges, el autor les recomienda que estén «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). El autor habla de la mutua sujeción de los cónyuges, marido y mujer, y de este modo da a conocer cómo hay que entender las palabras que escribirá luego sobre la sumisión de la mujer al marido. La sumisión de la mujer al marido, como cabeza, se entiende como sumisión recíproca «en el temor de Cristo». La mujer, en su relación con Cristo -que es para los dos cónyuges el único Señor- puede y debe encontrar la motivación de esa relación con el marido, que brota de la esencia misma del matrimonio y de la familia. Sin embargo, esta relación no es sumisión unilateral. En efecto, el marido y la mujer están «sujetos los unos a los otros», están mutuamente subordinados. La expresión de esta sumisión recíproca es el amor.

Cuando el autor de la Carta habla del «temor de Cristo», se trata sobre todo de respeto por la santidad, por lo sagrado, que en el lenguaje del Antiguo Testamento fue expresado también con el término «temor de Dios» (Sal 103, 11; Prov 1, 7; 23, 17; Sir 1, 11-16). Ese respeto por lo sagrado nacido de la profunda conciencia del misterio de Cristo debe constituir la base de las relaciones recíprocas entre los cónyuges las cuales deben brotar de su común relación con Cristo.

«Y vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres»… y con esta manera de expresarse destruye cualquier temor que hubiera podido suscitar la frase precedente: «Las casadas estén sujetas a sus maridos». El amor excluye todo género de sumisión en virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o esclava del marido. El amor ciertamente hace que simultáneamente también el marido esté sujeto a la mujer, y sometido en esto al Señor mismo igual que la mujer al marido. La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio, se realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua sumisión. Cristo es fuente y, a la vez, modelo de esta sumisión que, al ser recíproca «en el temor de Cristo», confiere a la unión conyugal un carácter profundo y maduro.

Cuando el marido y la mujer se sometan el uno al otro «en el temor de Cristo», todo encontrará su justo equilibrio. La sumisión recíproca «en el temor de Cristo» forma siempre esa profunda y sólida estructura en la que se realiza la verdadera «comunión» de las personas.

Reflexión: ¿Qué significa estar sujetos el uno al otro en el temor de Cristo?

38) La verdad esencial sobre el matrimonio

«Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo. Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella…» (Ef 5, 24- 25). La enseñanza de esta parte de la Carta se inserta en la realidad misma del misterio oculto desde la eternidad en Dios y revelado a la humanidad en Jesucristo. Aquí somos testigos de un encuentro de ese misterio con la esencia misma de la vocación al matrimonio. ¿Cómo hay que entender este encuentro? Revisemos la analogía entre Cristo y la Iglesia y los cónyuges:

• «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor…» (Ef 5, 22); he aquí el primer miembro de la analogía.

• «Porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia…» (Ef 5, 23) éste es el segundo miembro, que constituye la clarificación y la motivación del primero.

• «Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos…» (Ef 5, 24): la relación de Cristo con la Iglesia, presentada antes, se expresa ahora como relación de la Iglesia con Cristo, y aquí está comprendiendo el siguiente miembro de la analogía.

• Finalmente: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella…» (Ef 5, 25): he aquí el último miembro de la analogía.

La continuación de la Carta a los Efesios desarrolla el pensamiento fundamental del pasaje que acabamos de citar; y todo el capítulo 5 (vv. 21-33) está totalmente penetrado por la misma analogía; esto es, la relación recíproca entre los cónyuges, marido y mujer, los cristianos la entienden a imagen de la relación entre Cristo y la Iglesia. Esta relación es, al mismo tiempo, revelación y realización del misterio del amor eterno de Dios al hombre, a la humanidad: el misterio que se realiza en el tiempo a través de la relación de Cristo con la Iglesia.

La relación nupcial que une a los cónyuges debe -según el autor de la Carta a los Efesios- ayudarnos a comprender el amor que une a Cristo con la Iglesia, el amor recíproco de Cristo y de la Iglesia, en el que se realiza el eterno designio divino de la salvación del hombre. Sin embargo, el significado de la analogía no se agota aquí. Al esclarecer el misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, la analogía descubre a la vez, la verdad esencial sobre el matrimonio esto es, que el matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos únicamente cuando refleja el amor que Cristo-Esposo dona a la Iglesia, su Esposa, y con el que la Iglesia (a semejanza de la mujer «sometida», por lo tanto, plenamente donada) trata de corresponder a Cristo. Este es el amor redentor, salvador, el amor con el que el hombre, desde la eternidad, ha sido amado por Dios en Cristo: «En Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El…» (Ef 1, 4). El matrimonio corresponde a la vocación de los cristianos en cuanto cónyuges sólo si, precisamente, se refleja y se realiza en él ese amor.

Esta analogía actúa en dos direcciones. Si, por una parte, nos permite comprender mejor la esencia de la relación de Cristo con la Iglesia, por otra, nos permite penetrar más profundamente en la esencia del matrimonio, al que están llamados los cristianos. Manifiesta, en cierto sentido, el modo en que este matrimonio, en su esencia más profunda, emerge del misterio del amor eterno de Dios al hombre y a la humanidad: de ese misterio salvífico que se realiza en el tiempo mediante el amor nupcial de Cristo a la Iglesia. En la base de la comprensión del matrimonio está la relación nupcial de Cristo con la Iglesia. A partir de esta analogía el matrimonio se convierte en signo visible del eterno misterio divino, a imagen de la Iglesia unida con Cristo. De este modo la Carta a los Efesios nos lleva a las bases mismas de la sacramentalidad del matrimonio.

La «entrega» de Cristo al Padre por medio de la obediencia hasta la muerte de cruz adquiere aquí un sentido estrictamente eclesiológico: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25). A través de una donación total por amor ha formado a la Iglesia como su cuerpo y continuamente la edifica, convirtiéndose en su cabeza. Ese don de si al Padre por medio de la obediencia hasta la muerte (Flp 2, 8), es al mismo tiempo, según la Carta a los Efesios, un «entregarse a sí mismo por la Iglesia». En esta expresión, el amor redentor se transforma en amor nupcial: Cristo, al entregarse a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa. De este modo, el misterio de la redención del cuerpo lleva en sí, de alguna manera, el misterio «de las bodas del Cordero» (Ap 19, 7). Puesto que Cristo es cabeza del cuerpo, todo el don salvífico de la redención penetra a la Iglesia como al cuerpo de esa cabeza, y forma continuamente la más profunda sustancia de su vida.

El autor presenta el amor de Cristo a la Iglesia como modelo del amor de los esposos. El bien que quien ama crea, con su amor, en la persona amada, es como una verificación del mismo amor y su medida.

Reflexión: ¿Vivo mi matrimonio de tal forma que refleje y realice el amor de Cristo por la Iglesia?

39) La santificación como propósito del amor

La analogía de la Cabeza y del Cuerpo hace referencia a que la Iglesia está formada por Cristo; está constituida por El en su parte esencial, como el cuerpo por la cabeza. Paralelamente, el autor habla como si en el matrimonio también el marido fuera «cabeza de la mujer», y la mujer «cuerpo del marido», cual si los dos cónyuges formaran una unión orgánica. Lo anterior puede hallar su fundamento en el Génesis donde se habla de «una sola carne» (Gén 2, 24). El autor se sirve de una doble analogía: cabeza-cuerpo, marido-mujer, a fin de ilustrar con claridad la naturaleza de la unión entre Cristo y la Iglesia. La analogía «cabeza-cuerpo» hace que nos encontremos con dos sujetos distintos, los cuales, en virtud de una especial relación recíproca, vienen a ser, en cierto sentido un solo sujeto sin perder su individualidad. Cristo es un sujeto diverso de la Iglesia, sin embargo, en virtud de una relación especial, se une con ella. El marido debe amar a su mujer como al propio cuerpo: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo propio del marido, pero debe amarlo como a su propio cuerpo por la unidad que existe entre ambos. El amor no solo une a dos sujetos, sino que les permite compenetrarse mutuamente, perteneciendo espiritualmente el uno al otro, hasta tal punto que el autor de la Carta puede afirmar: «El que ama a su mujer, a sí mismo se ama» (Ef 5, 28).

Aunque los cónyuges deben estar «sometidos unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 22-23), sin embargo, a continuación, el marido es sobre todo, el que ama y la mujer, en cambio, la que es amada. Se podría incluso arriesgar la idea de que la «sumisión» de la mujer al marido, entendida en el contexto de todo el pasaje de la Carta a los Efesios, significaba, sobre todo, «experimentar el amor». Tanto más cuanto que esta «sumisión» se refiere a la imagen de la sumisión de la Iglesia a Cristo, que consiste ciertamente en experimentar su amor. La Iglesia, como esposa, al ser objeto del amor redentor de Cristo Esposo, se convierte en su cuerpo. La mujer, al ser objeto del amor nupcial del marido, se convierte en «una sola carne» con él en cierto sentido, en su «propia» carne. El autor repetirá esta idea una vez más en la última frase del pasaje que estamos analizando: «Por lo demás, ame cada uno a su mujer, y ámela como a sí mismo» (Ef 5, 33).

«Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a si gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable». (Ef 5, 25-27). El autor de la Carta a los Efesios habla del amor de Cristo a la Iglesia, explicando el modo en que se expresa ese amor, y presentándolo como modelo que debe seguir el marido con relación a la mujer. El amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente su santificación: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella… para santificarla» (Ef 5, 25-26). En el principio de esta santificación está el bautismo fruto primero y esencial de la entrega de sí que Cristo ha hecho por la Iglesia. En el texto objeto de nuestro análisis el bautismo no es llamado por su propio nombre, sino definido como purificación «mediante el lavado del agua, con la palabra» (Ef 5-26). Como sacramento del bautismo el «lavado del agua con la palabra» convierte a la Iglesia en esposa no sólo «in actu primo», sino también en la perspectiva más lejana, o sea, en la perspectiva escatológica. Ya que el bautismo es sólo el comienzo, del que deberá surgir la figura de la Iglesia gloriosa (como leemos en el texto), cual fruto definitivo del amor redentor y nupcial, en la última venida de Cristo (parusía). El que recibe el bautismo, en virtud del amor redentor de Cristo, se hace, al mismo tiempo, participe de su amor nupcial a la Iglesia.

Es significativo que la imagen de la Iglesia gloriosa se presente, en el texto citado, como una esposa toda ella hermosa en su cuerpo. Se trata de una metáfora; pero resulta muy elocuente para testimoniar la importancia del cuerpo en la analogía del amor nupcial. La Iglesia «gloriosa» es la que no tiene «mancha ni arruga». En el sentido metafórico, esta expresión indica los defectos morales, el pecado.

Reflexión: ¿El amor hacia mi cónyuge, en semejanza al amor de Cristo por la iglesia, tiene como finalidad su santificación?

40) La sacralidad del matrimonio

En la unión por amor, el cuerpo «del otro» se convierte en «propio», en el sentido de que se tiene solicitud del bien del cuerpo del otro como del propio. Las expresiones que se refieren al cuidado del cuerpo, y ante todo a su nutrición, a su alimentación, sugieren a muchos estudiosos de la Sagrada Escritura una referencia a la Eucaristía, con la que Cristo, en su amor nupcial, «alimenta» a la Iglesia. Si estas expresiones, aunque en tono menor, indican el carácter específico del amor conyugal, especialmente del amor en virtud del cual los cónyuges se hacen «una sola carne», al mismo tiempo, ayudan a comprender, al menos de modo general, la dignidad del cuerpo y el imperativo moral de tener cuidado por su bien, como corresponde a su dignidad. El parangón con la Iglesia como Cuerpo de Cristo, Cuerpo de su amor redentor y, a la vez, nupcial, debe dejar en la conciencia de los destinatarios de la Carta a los Efesios (5, 22-23) un sentido profundo de lo sagrado del cuerpo humano en general, y especialmente en el matrimonio.

«Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 29-30). Después de este versículo, el autor juzga oportuno citar el que en toda la Biblia puede ser considerado el texto fundamental sobre el matrimonio: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne» (Ef 5, 31: Gén 2, 24). Se puede deducir del contexto inmediato de la Carta a los Efesios que la cita del libro del Génesis es aquí necesaria no tanto para recordar la unidad de los esposos, definida «desde el principio» en la obra de la creación, cuanto para presentar el misterio de Cristo con la Iglesia, de donde el autor deduce la verdad sobre la unidad de los cónyuges. Este es el punto más importante de todo el texto, en cierto sentido, su clave angular. El autor encierra en estas palabras todo lo que, mediante la analogía, ha dicho anteriormente sobre la semejanza entre la unidad de los esposos y la unidad de Cristo con la Iglesia. Al citar las palabras del Génesis el autor pone de relieve que las bases de esta analogía se buscan en la línea que, dentro del plan salvífico de Dios, une el matrimonio, como la más antigua revelación (y «manifestación») de ese plan en el mundo creado, con la revelación y «manifestación» definitiva que «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25), dando a su amor redentor un carácter y sentido nupcial.

Así, pues, esta analogía tiene su base última en el plan salvífico de Dios. Como se comprende al comprobar que después de haber citado las palabras del libro del Génesis, el autor escribe: «Gran misterio este, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef 5, 32). Ese misterio, como plan salvífico de Dios con relación a la humanidad, es, en cierto sentido, el tema central de toda revelación. Es lo que Dios, como Creador y Padre desea transmitir sobre todo a los hombres en su Palabra. San Pablo pone de relieve la continuidad entre la más antigua Alianza, que Dios estableció al constituir el matrimonio ya en la obra de la creación, y la Alianza definitiva en la que Cristo, que con acto de amor redentor amó a la Iglesia y se entregó por ella, con el mismo acto se ha unido a la Iglesia de modo nupcial, como se unen recíprocamente marido y mujer en el matrimonio instituido por el Creador. Esta continuidad de la iniciativa salvífica de Dios constituye la base esencial de la gran analogía contenida en la Carta a los Efesios.

Reflexión: ¿Soy consciente de recibir el cuerpo de Cristo en la eucaristía? ¿Me aseguro de hacerlo presentándome sin «mancha ni arruga»? ¿Entiendo la unión con mi cónyuge como la de Cristo con la iglesia?

41) Elegidos para ser santos

El texto de Efesios contiene las bases de la sacramentalidad de toda la vida cristiana, y en particular, las bases de la sacramentalidad del matrimonio. «Sacramento» no es sinónimo de «misterio». Efectivamente, el misterio permanece «oculto» -escondido en Dios mismo-, de manera que, incluso después de su revelación no cesa de llamarse «misterio». El sacramento presupone la revelación del misterio y su aceptación mediante la fe, por parte del hombre. Sin embargo, el sacramento también consiste en «manifestar» ese misterio en un signo que sirve no sólo para proclamar el misterio, sino también para realizarlo en el hombre. El sacramento es signo visible y eficaz de la gracia. Mediante él, se realiza en el hombre el misterio escondido desde la eternidad en Dios, del que habla, al comienzo, la Carta a los Efesios (Ef 1, 9); misterio de la llamada a la santidad, por parte de Dios, del hombre en Cristo, y misterio de su predestinación a convertirse en hijo adoptivo.

El capítulo primero de la Carta trata, sobre todo, del misterio «escondido desde los siglos en Dios» como don destinado eternamente al hombre. «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia. Por esto nos hizo gratos en su amado» (Ef 1, 3-6). El don mencionado se hace parte real del hombre en el mismo Cristo: «en quien tenemos la redención por virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia que superabundantemente derramó sobre nosotros en perfecta sabiduría y prudencia. (Ef 1, 7-8). La redención significa como una «nueva creación», significa la apropiación de todo lo que es creado: para expresar en la creación la plenitud de justicia, equidad y santidad designada por Dios, y para expresar esa plenitud sobre todo en el hombre, creado como varón y mujer, «a imagen de Dios».

El eterno misterio ha pasado del estado de «ocultamiento en Dios», a la fase de revelación y realización. Cristo, en quien la humanidad ha sido «desde los siglos» elegida y bendecida «con toda bendición espiritual», del Padre. Por esto, el autor de la Carta a los Efesios, en la continuación de la misma Carta, exhorta a aquellos a quienes ha llegado esta revelación, a modelar su vida en el espíritu de la verdad conocida. De modo particular exhorta a lo mismo a los esposos cristianos.

En el centro del misterio está Cristo. En Él la humanidad ha sido eternamente bendecida «con toda bendición espiritual». En Él la humanidad ha sido elegida «antes de la creación del mundo», elegida «en la caridad» y predestinada a la adopción de hijos. En Él «tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados…» (Ef 1, 7).* De este modo los hombres que aceptan mediante la fe el don que se les ofrece en Cristo, se hacen realmente partícipes del misterio eterno, aunque actúe en ellos bajo los velos de la fe. Esta donación sobrenatural de los frutos de la redención hecha por Cristo adquiere, según la Carta a los Efesios 5, 22-33, el carácter de una entrega nupcial de Cristo mismo a la Iglesia. Por lo tanto, no sólo los frutos de la redención son don, sino sobre todo lo es Cristo: Él se entrega a Sí mismo a la Iglesia, como a su Esposa.*

El hombre aparece en el mundo visible como la expresión más alta del don divino, porque lleva en si la dimensión interior del don. Y con ella trae al mundo su particular semejanza con Dios, con la que trasciende y domina su propia “visibilidad” en el mundo, es decir, su corporeidad. Un reflejo de esta semejanza es también la conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, penetrada por el misterio de la «inocencia originaria». Así en esta dimensión, se constituye un sacramento primordial, entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio invisible escondido en Dios desde la eternidad. Y este es el misterio de la verdad y del amor, el misterio de la vida divina, de la que el hombre participa realmente. «Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo… nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo, por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante El en caridad…» (Ef 1, 3-4).

La Carta a los Efesios abre ante nosotros el misterio, de los designios eternos de Dios Padre respecto al hombre. Antes del pecado, el hombre llevaba en su alma el fruto de la elección eterna en Cristo «Nos eligió… para que fuésemos santos e inmaculados ante El» (Ef 1, 4). La realidad de la creación del hombre estaba ya impregnada por la perenne elección del hombre en Cristo: llamada a la santidad a través de la gracia de adopción como hijos «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado»: (Ef 1, 5-6). La gracia de la adopción como hijos ha sido dada en consideración a Aquel que, desde la eternidad, era «amado» como Hijo, aunque -según las dimensiones del tiempo y de la historia- la gratificación haya precedido a la encarnación de este «Hijo amado» y también a la «redención» que tenemos en El «por su sangre» (Ef 1, 7).

Reflexión: ¿Cómo respondo desde mi vida a la llamada de Dios a la santidad y a ser su hijo?

42) La conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento

El pasaje de la Carta a los Efesios (5, 22-23) no aparece aislado, sino que forma una continuación de los enunciados del Antiguo Testamento, que presentaban el amor de Dios-Yahvé al pueblo-Israel, elegido por El, según la misma analogía. En la base de los enunciados de los Profetas está la convicción explícita de que el amor de Yahvé al pueblo elegido puede y debe ser comparado con el amor que debe unir a los cónyuges.

En Isaías, Oseas y Ezequiel, el Dios de la Alianza-Jahvé es representado frecuentemente como Esposo, y el amor con que se ha unido a Israel puede y debe identificarse con el amor esponsal de los cónyuges. Si por una parte, Isaías se presenta en sus textos tratando de poner de relieve sobre todo el amor del Jahvé-Esposo, que, en cualquier circunstancia, va al encuentro de su Esposa superando todas sus infidelidades, por otra parte Oseas y Ezequiel abundan en parangones que esclarecen sobre todo la fealdad y el mal moral del adulterio cometido por la Esposa-Israel. Oseas se preocupa de revelarnos que la traición del pueblo es parecida a la traición conyugal, aún más, al adulterio practicado como prostitución: «Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yahvé» (Os 1, 2). Por su parte, Yahvé no cesa de buscar a su esposa, no se cansa de esperar su conversión y su retorno, confirmando esta actitud con las palabras y las acciones del Profeta: «Entonces, dice Yahvé, me llamará ‘mi marido’, no me llamará baalí… Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordia y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad, y tu reconocerás a Yahvé» (Os 2, 18. 21-22). Dios Yahvé realiza por amor la alianza con Israel -sin mérito suyo-, se convierte para él como el esposo y cónyuge más afectuoso. En muchos textos del Antiguo Testamento, la monogamia aparece como la única y justa analogía del monoteísmo entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y de la entrega al único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel.

Regresando a Isaías, en cierto sentido, él nos lleva en la misma dirección en que nos llevará, después de muchos siglos, el autor de la Carta a los Efesios, que -basándose en la redención realizada ya en Cristo- descubrirá mucho más plenamente la profundidad del mismo misterio. «Nada temas, que no serás confundida no te avergüences, que no serás afrentada…Porque tu marido es tu Hacedor, que se llama Yahvé Sebaot, y tu Redentor es el Santo de Israel, que es el Dios del mundo todo. (Is 54, 4-5). En ese texto el mismo Dios, con toda la majestad de Creador y Señor de la creación, es llamado explícitamente «esposo». Además, el Señor se llama a sí mismo no solo «creador», sino también «redentor». Así pues, San Pablo, al escribir la Carta al Pueblo de Dios de la Nueva Alianza no repetirá más: «Tu marido es tu Hacedor», sino que mostrará de qué modo el «Redentor» revela su amor salvífico que consiste en la entrega de sí mismo por la Iglesia como amor nupcial con el que desposa a la Iglesia y la hace su propio Cuerpo.

En el texto de Isaías este misterio apenas está delineado, como «semioculto»; en cambio, en la Carta a los Efesios está plenamente develado (sin dejar de ser misterio). En la Carta a los Efesios es explícitamente distinta la dimensión eterna del misterio en cuanto escondido en Dios («Padre de nuestro Señor Jesucristo») y la dimensión de su realización histórica, según su dimensión cristológica y, a la vez, eclesiológica. La analogía del matrimonio se refiere sobre todo a la segunda dimensión.

Reflexión: ¿Qué me dice sobre el sacramento del matrimonio el hecho que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se haya utilizado la analogía del amor nupcial para expresar el amor de Dios por el hombre? ¿Vivo el amor a mi cónyuge de forma que pueda ser «comparable» con el amor de Dios hacia mí?

43) Sacramento Magno

Es obvio que la analogía del amor humano nupcial, no puede ofrecer una comprensión adecuada y completa de esa realidad absolutamente trascendente, que es el misterio divino, tanto en su ocultamiento desde los siglos en Dios, como en su realización «histórica» en el tiempo, cuando «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25). El misterio sigue siendo transcendente con relación a esta analogía, como respecto a cualquier otra, como por ejemplo la del amor paterno. *La analogía del amor nupcial nos permite acercarnos al misterio que desde los siglos está escondido en Dios, y que en el tiempo es realizado como el amor de un total e irrevocable don de sí por parte de Dios al hombre en Cristo. Se trata del «hombre» en la dimensión personal y, a la vez, comunitaria. Dimensión comunitaria que se expresa en el libro de Isaías y en los Profetas como «Israel» y en la Carta a los Efesios como «Iglesia»: se puede decir: Pueblo de Dios de la Antigua y de la Nueva Alianza. *

La analogía del amor de los esposos parece poner de relieve sobre todo la importancia del don de sí mismo por parte de Dios al hombre, elegido «desde los siglos» en Cristo (literalmente: a «Israel», a la «Iglesia»), don total e irrevocable. No se puede hablar aquí de la «totalidad» en sentido metafísico. Efectivamente, el hombre, como criatura, no es capaz de «recibir» el don de Dios en la plenitud trascendental de su divinidad. Este «don total» (no creado) sólo es participado por Dios mismo en la «trinitaria comunión de las Personas». En cambio, el don de sí mismo por parte de Dios al hombre, del que habla la analogía del amor nupcial, sólo puede tener la forma de la participación en la naturaleza divina (2 Pe 1, 4), como lo ha esclarecido con gran precisión la teología. Es un don «total» porque es «todo» lo que Dios «ha podido» dar de sí mismo al hombre, teniendo en cuenta las facultades limitadas del hombre-criatura.

La analogía del matrimonio, como realidad humana, en el que se encarna el amor nupcial ayuda, en cierto modo, a comprender el misterio de la gracia como realidad eterna en Dios y como fruto «histórico» de la redención de la humanidad en Cristo. La comparación del matrimonio (a causa del amor nupcial) con la relación de «Yahvé-Israel» en la Antigua Alianza y de «Cristo-Iglesia» en la Nueva Alianza, determina el modo de comprender el matrimonio. Esta es la segunda función de nuestra analogía. Y, en la perspectiva de esta función, nos acercamos al problema de la sacramentalidad del matrimonio. En efecto, al presentar la relación de Cristo con la Iglesia a imagen de la unión nupcial del marido y de la mujer, el autor de esta Carta habla no sólo de la realización del eterno misterio divino, sino también del modo en que ese misterio se ha hecho visible, y, por esto, ha entrado en la esfera del Signo. Con el término «signo» entendemos aquí sencillamente la «visibilidad del Invisible».

El misterio escondido desde los siglos en Dios -o sea, invisible- se ha hecho visible ante todo en el mismo acontecimiento histórico de Cristo. Y la relación de Cristo con la Iglesia, que en la Carta a los Efesios se define «mysterium magnum», constituye la realización y lo concreto de la visibilidad del mismo misterio. Con todo, el hecho de que el autor de la Carta a los Efesios compare la relación indisoluble de Cristo con la Iglesia, con la relación entre los esposos haciendo al mismo tiempo referencia a las palabras del Génesis (2, 24), que con el acto creador de Dios instituyen originariamente el matrimonio-, dirige nuestra reflexión hacia lo que se ha presentado ya antes como «visibilidad del Invisible», hacia el «origen» mismo de la historia teológica del hombre.

El signo visible del matrimonio «en principio», en cuanto que está vinculado al signo visible de Cristo y de la Iglesia en el vértice de la economía salvífica de Dios, transpone el plano eterno de amor a la dimensión «histórica» y hace de él el fundamento de todo el orden sacramental. Mérito particular del autor de la Carta a los Efesios es haber acercado estos dos signos, haciendo de ellos el único gran signo, esto es, un sacramento grande (sacramentum magnum).

Reflexión: ¿Le doy al matrimonio la importancia que Dios le da? ¿Soy consciente de su sacralidad y actúo en consecuencia?

44) El amor indisoluble de Cristo por la iglesia

La institución del matrimonio, según las palabras del Génesis 2, 24, expresa no sólo el comienzo de la comunidad humana que, mediante la fuerza «procreadora» que le es propia («procread y multiplicaos»: Gén 1, 28) sirve para continuar la obra de la creación, sino que, al mismo tiempo, expresa la iniciativa salvífica del Creador que corresponde a la elección eterna del hombre, de la que habla la Carta a los Efesios. El matrimonio, instituido en el contexto de la creación debía servir no sólo para prolongar la obra de la creación, o sea, de la procreación, sino también para extender sobre las posteriores generaciones de los hombres los frutos sobrenaturales de la elección eterna del hombre por parte del Padre.

«Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). La imagen contenida en el pasaje citado de la Carta a los Efesios parece hablar sobre todo de la redención como de la realización definitiva del misterio escondido desde los siglos en Dios. La gratificación originaria, unida a la creación, constituía al hombre, mediante la gracia, en el estado de la originaria inocencia y justicia. En cambio, la nueva gratificación del hombre en la redención le da, sobre todo, la «remisión de los pecados». Sin embargo, también aquí puede «sobreabundar la gracia», como dice en otra parte San Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).

La redención -fruto del amor redentor de Cristo- se convierte basándose en su amor nupcial a la Iglesia, en una dimensión permanente de la vida de la Iglesia misma, dimensión fundamental y vivificante. Es el mysterium magnum de Cristo y de la Iglesia: misterio eterno realizado por Cristo, que «se entregó por ella» (Ef 5, 35); misterio que se realiza continuamente en la Iglesia, porque Cristo «amó a la Iglesia» (Ef 5, 35), uniéndose a ella con amor indisoluble, tal como se unen los esposos en el matrimonio. De este modo la Iglesia vive de la redención, y, a su vez, la completa como la mujer, en virtud del amor nupcial, completa al propio marido, lo que ya se puso de relieve, en cierto modo, «al principio», cuando el hombre halló en la primera mujer «una ayuda semejante a él» (Gén 2, 20).

Aunque la analogía de la Carta a los Efesios no lo precise, podemos añadir que también la Iglesia unida a Cristo, como la mujer con el propio marido, saca de la redención toda su fecundidad y maternidad espiritual. Lo testimonian, de algún modo, las palabras de la Carta de San Pedro, cuando escribe que hemos sido «engendrados no de semilla corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1 Pe 1, 23). Así el misterio escondido desde los siglos en Dios, misterio que en la creación se convirtió en una realidad visible a través de la unión del primer hombre y de la primera mujer en la perspectiva del matrimonio, en la redención se convierte en una realidad visible en la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia. Así como el «primer Adán» -el hombre, varón y mujer- creado en el estado de la inocencia originaria y llamado en este estado a la unión conyugal, así también el «segundo Adán», Cristo, unido con la Iglesia a través de la redención con un vínculo indisoluble, análogo a la alianza indisoluble de los esposos, es signo definitivo del mismo misterio eterno.

Reflexión: ¿Estoy unido a la iglesia, con «amor indisoluble», como lo está Cristo?

45) La decisión por Cristo y la iglesia

Cristo, en su conversación con los fariseos (Mt 19), no sólo confirma la existencia del matrimonio instituido desde el «principio» por el Creador, sino que lo declara también parte integral de la nueva economía sacramental, del nuevo orden de los «signos» salvíficos, que toma origen de la redención, del mismo modo que la economía originaria surgió de la creación. Y en realidad Cristo se limita al único sacramento que había sido instituido en el estado de la inocencia y de la justicia originarias del hombre. Todos los sacramentos de la Nueva Alianza encuentran, en cierto sentido, su prototipo en el matrimonio como sacramento primordial.

La terminología teológica tradicional y contemporánea, con la palabra «sacramento» indica los signos instituidos por Cristo y administrados por la Iglesia, que expresan y confieren la gracia divina a la persona que los recibe. Sacramento significa aquí el misterio mismo de Dios, que está escondido desde la eternidad, no en ocultamiento eterno, sino sobre todo en su misma revelación y realización. En este sentido se habla también del sacramento de la creación y del sacramento de la redención. Basándonos en el sacramento de la creación, es cómo hay que entender la sacramentalidad originaria de matrimonio. Luego, basándonos en el sacramento de la redención podemos comprender la sacramentalidad de la Iglesia, o mejor, la sacramentalidad de la unión de Cristo con la Iglesia que el autor de la Carta a los Efesios presenta con la semejanza del matrimonio.

La Iglesia misma es el «gran sacramento», el nuevo signo de la Alianza y de la gracia, que hunde sus raíces en la profundidad del sacramento de la redención, lo mismo que de la profundidad del sacramento de la creación brotó el matrimonio, signo primordial de la Alianza y de la gracia. El autor de la Carta a los Efesios proclama que ese sacramento primordial se realiza de modo nuevo en el «sacramento» de Cristo y de la Iglesia. Incluso por esta razón el Apóstol, en el texto «clásico» de Efesios 5, 21-33, se dirige a los esposos a fin de que estén «sujetos, los unos a los otros en el temor de Cristo» (5, 21) y modelen su vida conyugal fundándola sobre el sacramento instituido desde el «principio» por el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia.

Los esposos cristianos, es decir, aquellos conscientes de la elección que realizan en Cristo y en la Iglesia, están llamados a modelar su vida y su vocación en la sacramentalidad del matrimonio basada en el «gran misterio» (sacramentum magnum) del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia.

Reflexión: ¿Qué significa ser esposos cristianos? ¿Somos conscientes de lo que implica decidirnos, como esposos, por Cristo y la Iglesia?

46) El encuentro del eros con el ethos

Hemos analizado la Carta a los Efesios y, sobre todo, el pasaje del capítulo 5, 22-23, desde el punto de vista de la sacramentalidad del matrimonio. Examinemos ahora el mismo texto desde la óptica de las palabras del Evangelio.

En virtud de este querer y actuar salvífico de Dios, el hombre y la mujer, al unirse entre sí de manera que se hacen «una sola carne» (Gén 2, 24), estaban destinados, a la vez, a estar unidos «en la verdad y en la caridad» como hijos de Dios a semejanza de la unión de las Personas divinas (cf. Gaudium et spes 24).

La redención se convierte, a la vez, en la base para comprender la dignidad particular del cuerpo humano, enraizada en la dignidad personal del hombre y de la mujer. La razón de esta dignidad está precisamente en la raíz de la indisolubilidad de la alianza conyugal. Cristo, que en el sermón de la montaña da la propia interpretación del mandamiento «No adulterarás» -interpretación constitutiva del nuevo ethos- con las mismas palabras asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer; y simultáneamente (aunque del texto sólo se deduce esto de modo indirecto) asigna también a cada mujer la dignidad de cada hombre. Finalmente, asigna a cada uno -tanto al hombre como a la mujer- la propia dignidad: en cierto sentido, el «sacrum», de la persona y esto en consideración de su «cuerpo». Las palabras de Cristo en el Sermón de la montaña alcanzan su propio pleno significado en relación con el sacramento: tanto el primordial, que está vinculado al misterio de la creación, como el otro en el que el hombre «histórico», después del pecado y a causa de su estado pecaminoso hereditario, debe volver a encontrar la dignidad y la santidad de la unión conyugal «en el cuerpo», basándose en el misterio de la redención.

La redención se le da al hombre como gracia de la nueva alianza con Dios en Cristo, y a la vez se le asigna como ethos: como forma de la moral correspondiente a la acción de Dios en el misterio de la redención. Si el matrimonio como sacramento es un signo eficaz de la acción salvífica de Dios, este sacramento constituye también una exhortación dirigida al hombre, varón y mujer, a fin de que participen concienzudamente en la redención del cuerpo. El matrimonio -como sacramento que nace del misterio de la redención y que renace, en cierto modo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia- es una expresión eficaz de la potencia salvífica de Dios, que realiza su designio eterno incluso después del pecado. Como expresión sacramental de esa potencia salvífica, el matrimonio es también una exhortación a dominar la concupiscencia. Fruto de ese dominio es la unidad e indisolubilidad del matrimonio, y además el profundo sentido de la dignidad de la mujer en el corazón del hombre y viceversa, tanto en la convivencia conyugal, como en cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas.

El matrimonio, como sacramento que brota del misterio de la redención, es concedido al hombre «histórico» como gracia y a la vez como ethos. Como sacramento de la Iglesia, el matrimonio tiene índole de indisolubilidad. Como sacramento de la Iglesia, es también palabra del Espíritu, que exhorta al hombre y a la mujer a modelar toda su convivencia sacando fuerza del misterio de la «redención del cuerpo». De este modo, ellos están llamados a la castidad como al estado de vida «según el Espíritu» que les es propio (cf. Rom 8, 4-5; Gál 5, 25). La redención del cuerpo significa, en este caso, también esa «esperanza» que, en la dimensión del matrimonio, puede ser definida esperanza de cada día. En virtud de esta esperanza es dominada la concupiscencia de la carne como fuente de la tendencia a una satisfacción egoísta y la misma «carne», en la alianza sacramental, se convierte en el «sustrato» específico de una comunión duradera e indisoluble (communio personarum) de manera digna de las personas. El matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos y de su recíproca compenetración en el «corazón» del hombre y de la mujer.

Los esposos están llamados mediante el sacramento, a una vida «según el Espíritu», capaz de corresponder al «don» recibido en el sacramento. En la medida en que la «concupiscencia» ofusca el horizonte interior, quita a los corazones la limpidez de deseos y aspiraciones, del mismo modo la vida «según el Espíritu» (o sea, la gracia del sacramento del matrimonio) permite al hombre y a la mujer volver a encontrar la verdadera libertad del don, unida a la conciencia del sentido nupcial del cuerpo. La vida «según el Espíritu» se manifiesta, pues, también en la «unión» recíproca por medio de la cual los esposos, al convertirse en «una sola carne», someten su feminidad y masculinidad a la bendición de la procreación: «Conoció Adán a su mujer, que concibió y parió…, diciendo: He alcanzado de Yahvé un varón» (Gén 4, 1). La «vida según el Espíritu» se manifiesta también en la conciencia profunda de la santidad de la vida (sacrum), a la que los dos han dado origen, participando -como padres-, en las fuerzas del misterio de la creación.

Reflexión: ¿En mi actuar tengo en cuenta que «Cristo asigna como tarea a cada hombre la dignidad de cada mujer» y viceversa? ¿Qué significa la frase: «el matrimonio es lugar de encuentro del eros con el ethos»?

47) El origen y porvenir del hombre

El matrimonio, como sacramento primordial y a la vez como sacramento que brota en el misterio de la redención del cuerpo del amor nupcial de Cristo y de la Iglesia, «viene del Padre». En consecuencia, también el matrimonio, como sacramento, constituye la base de la esperanza para la persona, esto es, para el hombre y para la mujer, para los padres y para los hijos, para las generaciones humanas. Con el matrimonio está vinculado el origen del hombre en el mundo, y en él está también grabado su porvenir, y esto no sólo en las dimensiones históricas, sino también en las escatológicas. El matrimonio, como sacramento, lleva consigo también el germen del futuro escatológico del hombre ya que a pesar de que «En la resurrección… ni se casarán ni se darán en casamiento» (Mt 22, 30) los que, «siendo hijos de la resurrección… son semejantes a los ángeles y… son hijos de Dios» (Lc 20, 36), deben su propio origen en el mundo visible temporal al matrimonio y a la procreación del hombre y de la mujer. El matrimonio, como sacramento del «principio» humano, como sacramento de la temporalidad del hombre histórico, realiza de este modo un servicio insustituible respecto a su futuro extra-temporal, respecto al misterio de la «redención del cuerpo» en la dimensión de la esperanza escatológica. Si este «mundo pasa», y si con el pasan también la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y el orgullo de la vida, que proceden «del mundo», el matrimonio como sacramento sirve inmutablemente para que el hombre, varón y mujer, dominando la concupiscencia, cumpla la voluntad del Padre. Y «el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre». (1 Jn 2, 17).

El autor de la Carta a los Efesios, dirigiéndose a los esposos, les exhorta a plasmar su relación recíproca sobre el modelo de la unión nupcial de Cristo y de la Iglesia: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla…» (Ef 5, 25-26). A la luz de la Carta a los Efesios -precisamente por medio de la participación en este amor salvífico de Cristo- se confirma y a la vez se renueva el matrimonio como sacramento del «principio» humano, es decir, sacramento en el que el hombre y la mujer, llamados a hacerse «una sola carne», participan en el amor creador de Dios mismo. Y participan en él tanto por el hecho de que, creados a imagen de Dios, han sido llamados en virtud de esta imagen a una particular unión (communio personarum), como porque esta unión ha sido bendecida desde el principio con la bendición de la fecundidad (cf. Gén 1, 28).

Esa originaria y estable forma del matrimonio se renueva cuando los esposos lo reciben como sacramento de la Iglesia, beneficiándose de la nueva profundidad de la gratificación del hombre por parte de Dios, que se ha revelado y abierto con el misterio de la redención, porque «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a ella, para santificarla…» (Ef 5, 25-26). Se renueva cuando los esposos cristianos, conscientes de la auténtica profundidad de la «redención del cuerpo» se unen «en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

La imagen paulina del matrimonio, asociada al «misterio grande» de Cristo y de la Iglesia, aproxima la dimensión redentora del amor a la dimensión nupcial. En cierto sentido, une estas dos dimensiones en una sola. Cristo ha desposado a la Iglesia, porque «se entregó por ella» (Ef 5, 25). El hombre debe buscar el sentido de su existencia y el sentido de su humanidad, llegando hasta el misterio de la creación a través de la realidad de la redención. Ahí se encuentra también la respuesta esencial al interrogante sobre el significado del cuerpo humano. La unión de Cristo con la Iglesia nos permite entender de qué modo el significado nupcial del cuerpo se completa con el significado redentor, y esto en los diversos caminos de la vida y en las distintas situaciones: no sólo en el matrimonio o en la «continencia» (o sea, virginidad o celibato), sino también, por ejemplo, en el multiforme sufrimiento humano, más aún: en el mismo nacimiento y muerte del hombre. ¿Acaso no es el amor nupcial, con el que Cristo «amó a la Iglesia», su Esposa, «y se entregó por ella», de idéntico modo la más plena encarnación del ideal de la «continencia por el reino de los cielos» (cf. Mt 19,12)?

Reflexión: «Vosotros, los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla…». Teniendo en cuenta la frase anterior, ¿Qué debo hacer en mi relación matrimonial para, a partir de mi amor y entrega, santificar a mi cónyuge?

48)  El uno para el otro y el uno con el otro

Las reflexiones anteriores se dedicaron a presentar la realidad de la gracia y de la alianza del sacramento, hay que considerarlo ahora bajo el aspecto del signo.

El matrimonio sacramental es un acto público, por medio del cual un hombre y una mujer, se convierten ante la sociedad de la iglesia en marido y mujer, es decir, en sujeto actual de la vocación y de la vida matrimonial. «Yo, … te quiero a ti, …, como esposa»; «yo, … te quiero a ti, …, «…prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida». Con estas palabras los novios contraen matrimonio y al mismo tiempo lo reciben como sacramento, del cual ambos son ministros. El matrimonio como sacramento se contrae mediante la palabra, que es signo sacramental en razón de su contenido: «Te quiero a ti como esposa -como esposo- y prometo … ». Sin embargo, esta palabra sacramental es de por sí solo el signo de la celebración del matrimonio. Y la celebración del matrimonio se distingue de su consumación hasta el punto de que, sin esta consumación, el matrimonio no está todavía constituido en su plena realidad. «Te quiero a ti como esposa -esposo-» solo puede realizarse a través de la cópula conyugal. Esta realidad (la cópula conyugal) por lo demás viene definida desde el principio por institución del Creador: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).

El matrimonio, como sacramento de la Iglesia, se contrae mediante las palabras de los ministros, es decir, de los nuevos esposos: palabras que significan e indican, en el orden intencional, lo que (o mejor: quien) ambos han decidido ser, de ahora en adelante, el uno para el otro y el uno con el otro. El signo sacramental se constituye en el orden intencional, en cuanto que se constituye contemporáneamente en el orden real. Los dos, como hombre y mujer, al ser ministros del sacramento en el momento de contraer matrimonio, constituyen al mismo tiempo el pleno y real signo visible del sacramento mismo. La estructura del signo sacramental sigue siendo ciertamente en su esencia la misma que «en principio». La determina, en cierto sentido, «el lenguaje del cuerpo», el don recíproco de la masculinidad y de la femineidad, como fundamento de la unión conyugal de las personas.

«Yo te quiero a ti como esposa – como esposo» llevan en sí precisamente ese perenne, y cada vez único e irrepetible, «lenguaje del cuerpo» que es en cierto sentido, el contenido constitutivo de la comunión de las personas. A través de esta, los esposos se convierten en un don recíproco, descubriendo el significado esponsalicio del cuerpo y refiriéndolo recíprocamente a sí mismo de modo irreversible: para toda la vida.

La administración del sacramento consiste en esto: que en el momento de contraer matrimonio el hombre y la mujer, con las palabras adecuadas y en la relectura del perenne «lenguaje del cuerpo», forman un signo, un signo irrepetible, que tiene también un significado de cara al futuro: «todos los días de mi vida», es decir, hasta la muerte. Este es signo visible y eficaz de la alianza con Dios en Cristo, esto es, de la gracia, que en dicho signo debe llegar a ser parte de ellos, como «propio don».

En categorías sociojurídicas, se puede decir que entre los nuevos esposos se ha estipulado un pacto conyugal de contenido bien determinado. Se puede decir además que, como consecuencia de este pacto, ellos se convierten en esposos de modo socialmente reconocido, y que de esta manera se ha constituido en su germen la familia como célula social fundamental. Sin embargo, desde el punto de vista de la teología del sacramento, la clave para comprender el matrimonio sigue siendo la realidad del signo, con el que el matrimonio se constituye sobre el fundamento de la alianza del hombre con Dios en Cristo y en la Iglesia. El hombre y la mujer, como cónyuges, llevan este signo toda la vida y siguen siendo ese signo hasta la muerte.

Reflexión: ¿Cómo deben actuar los esposos teniendo en cuenta que a través del sacramento del matrimonio han decidido ser el uno para el otro y el uno con el otro?

49) El lenguaje del cuerpo

Analizamos ahora la sacramentalidad del matrimonio bajo el aspecto del signo. Cuando afirmamos que en el matrimonio como signo sacramental, entra también el «lenguaje del cuerpo», hacemos referencia a la larga tradición bíblica. Esta tiene su origen en el libro del Génesis (sobre todo 2, 23-25) y culmina en la Carta a los Efesios (Ef 5, 21-23). Al analizar los textos de Oseas, Ezequiel, Deutero-Isaías, y de otros Profetas, nos hemos encontrado con esa gran analogía, cuya expresión última es la proclamación de la Nueva Alianza bajo la forma de un desposorio entre Cristo y la Iglesia. Basándose en esta tradición, es posible hablar de un específico «profetismo del cuerpo» que aquí significa precisamente el «lenguaje del cuerpo».

La analogía parece tener dos estratos. En el estrato primero y fundamental, los Profetas presentan la comparación de la Alianza establecida entre Dios e Israel, como un matrimonio (lo que nos permitirá también comprender el matrimonio mismo como una alianza entre marido y mujer). Israel, aunque es un pueblo, es presentado como «esposa». La Alianza de Yavé con Israel tiene el carácter de vínculo nupcial, ese primer estrato de su analogía revela el segundo, que es precisamente el «lenguaje del cuerpo». En primer lugar, pensamos en el lenguaje en sentido objetivo: los Profetas comparan la Alianza con el matrimonio, se remiten al Génesis 2, 24 donde el hombre y la mujer se hacen «una sola carne». Sin embargo, también pasan simultáneamente a su significado subjetivo, o sea, por decirlo así, le permiten al cuerpo mismo hablar. El cuerpo mismo «habla»; habla con su masculinidad o femineidad, habla con el misterioso lenguaje del don personal, habla tanto con el lenguaje de la fidelidad como con el de la infidelidad conyugal. En Oseas 1, 2 «Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yavé», el «adulterio» y la «prostitución» de Israel constituyen un evidente contraste con el vínculo nupcial. Ezequiel estigmatiza de manera análoga la idolatría, valiéndose del símbolo del adulterio de Jerusalén (cf. Ez 16).

Para todo lenguaje las categorías de la verdad y de la falsedad son esenciales. En los textos de los Profetas, el cuerpo dice la verdad mediante la fidelidad y el amor conyugal, y, cuando comete «adulterio», dice la mentira, comete la falsedad. En el primer caso, Israel como esposa está concorde con el significado nupcial que corresponde al cuerpo humano; en cambio, en el segundo caso, está en contradicción con este significado. Lo esencial para el matrimonio, como sacramento, es el «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad ya que mediante él se constituye el signo sacramental. El cuerpo dice la verdad por medio del amor, la fidelidad, la honestidad conyugal. En el momento de pronunciar las palabras del consentimiento matrimonial, los nuevos esposos se sitúan en la línea del mismo «profetismo del cuerpo», cuyo portavoz fueron los antiguos Profetas. «Profeta» es aquel que expresa con palabras humanas la verdad que proviene de Dios, aquel que profiere esta verdad en lugar de Dios, en su nombre y, en cierto sentido, con su autoridad. El «lenguaje del cuerpo», expresado por boca de los ministros del matrimonio, instituye el mismo signo visible de la Alianza y de la gracia que se alimenta continuamente con la fuerza de la «redención del cuerpo», ofrecida por Cristo a la Iglesia. Los esposos proclaman precisamente este «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad, como contenido y principio de su nueva vida en Cristo y en la Iglesia. El consentimiento conyugal es, al mismo tiempo, anuncio y causa del hecho de que, de ahora en adelante, ambos serán ante la Iglesia y la sociedad marido y mujer. El consentimiento conyugal tiene sobre todo el carácter de una recíproca profesión de los nuevos esposos, hecha ante Dios. Si el consentimiento conyugal tiene carácter profético, si es la proclamación de la verdad que proviene de Dios y, en cierto sentido, la enunciación de esta verdad en el nombre de Dios, esto se realiza sobre todo en la dimensión de la comunión interpersonal, y sólo indirectamente «ante» los otros y «por» los otros.

El hombre no es capaz, en cierto sentido, de expresar sin el cuerpo este lenguaje singular de su existencia personal y de su vocación. Ha sido constituido desde «el principio» de tal modo, que las palabras más profundas de espíritu: palabras de amor, de donación, de fidelidad, exigen un adecuado «lenguaje del cuerpo». Y sin él no pueden ser expresadas plenamente. Sabemos por el Evangelio que esto se refiere tanto al matrimonio como a la continencia «por el reino de los cielos».

«El lenguaje del cuerpo», antes de ser pronunciado por los labios de los esposos, ministros del matrimonio como sacramento de la Iglesia, ha sido pronunciado por la palabra del Dios vivo, comenzando por el libro del Génesis, a través de los Profetas de la Antigua Alianza, hasta el autor de la Carta a los Efesios. «Yo te recibo como mi esposa – como mi esposo». En las palabras están incluidos: el propósito, la decisión y la opción. El hombre, varón y mujer, es el autor de ese lenguaje en cuanto confiere a su comportamiento y a sus acciones el significado de la verdad de la masculinidad y de la feminidad en la recíproca relación conyugal. En esta verdad del signo y, consiguientemente, en el ethos de la conducta conyugal, se inserta con gran perspectiva el significado procreador del cuerpo.

Reflexión: ¿El lenguaje de nuestro cuerpo es acorde con el estado de vida en el que nos encontramos? ¿Nuestro cuerpo dice la verdad?

50)  Llamados a retornar

El hombre -varón o mujer- no sólo habla con el lenguaje del cuerpo, sino que en cierto sentido permite al cuerpo hablar «por él». Es obvio que el cuerpo, como tal, no «habla», sino que habla el hombre, releyendo lo que exige ser expresado, más aún, basándose en lo que el hombre puede expresar únicamente por medio del cuerpo. Los cuerpos de los esposos hablarán «por» y «de parte de» cada uno de ellos. Puesto que al lenguaje corresponde un conjunto de significados, los esposos -a través de su conducta y comportamiento, a través de sus acciones y expresiones («expresiones de ternura»: cf. Gaudium et spes, 49)- están llamados a convertirse en los autores de estos significados del «lenguaje del cuerpo», por el cual se construyen y profundizan continuamente el amor, la fidelidad, la honestidad conyugal y esa unión que permanece indisoluble hasta la muerte.

Hay un vínculo orgánico entre el releer en la verdad el significado integral del «lenguaje del cuerpo» y el consiguiente empleo de ese lenguaje en la vida conyugal. Si el ser en el matrimonio (e indirectamente también en todos los sectores de la convivencia mutua) confiere a su comportamiento un significado conforme a la verdad fundamental del lenguaje del cuerpo, entonces también él mismo «está en la verdad». A través del matrimonio como sacramento de la Iglesia, el hombre y la mujer están llamados de modo explícito a dar -sirviéndose correctamente del «lenguaje del cuerpo»- el testimonio del amor nupcial y procreador, testimonio digno de «verdaderos profetas».

Aunque el hombre, a pesar del signo sacramental del matrimonio, permanezca siendo naturalmente el «hombre de la concupiscencia», es a la vez, el hombre de la «llamada». Es «llamado» a través del misterio de la redención del cuerpo. Si la concupiscencia de por sí engendra múltiples «errores» y juntamente con esto engendra incluso el «pecado», el mal moral, contrario a la virtud de la castidad (tanto conyugal como extraconyugal), sin embargo, en el ámbito del ethos de la redención queda siempre la posibilidad de pasar del «error» a la «verdad», como también la posibilidad de retorno, o sea, de conversión, del pecado a la castidad, como expresión de una vida según el Espíritu (cf. Gál 5, 16). Es el hombre de la concupiscencia, pero no está completamente determinado por la libido. En tal caso -dentro del ámbito del lenguaje del cuerpo-, el hombre estaría condenado, en cierto sentido, a falsificaciones esenciales ya que no expresaría la verdad (o la falsedad) del amor nupcial y de la comunión de las personas, aun cuando pensase manifestarla.

*El hombre -varón y mujer- como ministro del sacramento, autor (co-autor) del signo sacramental, es sujeto consciente y capaz de autodeterminación. Sólo sobre esta base puede ser el autor del «lenguaje del cuerpo», puede ser también autor (co-autor) del matrimonio como signo: signo de la divina creación y «redención del cuerpo». *

Reflexión: ¿Creo que la redención de Cristo me permite realmente retornar a la verdad y a la castidad? ¿Soy consciente de mi capacidad de autodeterminación?

51) Esposa y hermana

Quisiera concluir ahora esta materia con algunas consideraciones, sobre todo acerca de la enseñanza de la Humanæ vitæ, anteponiendo algunas reflexiones sobre el «Cantar de los Cantares» y el libro de Tobías. Efectivamente, me parece que todo lo que trato de exponer en los próximos capítulos constituye el coronamiento de cuanto he explicado.

El «Cantar de los Cantares» está ciertamente en la línea de ese sacramento donde, a través del «lenguaje del cuerpo», se constituye el signo visible de la participación del hombre y de la mujer en la alianza de la gracia y del amor, que Dios ofrece al hombre. Lo que en el capítulo 2 del Génesis (vv. 23-25) se expresó apenas con unas pocas palabras, sencillas y esenciales, en el «Cantar de los Cantares» se desarrolla como un amplio diálogo, o mejor, un dúo, en el que se entrelazan las palabras del esposo con las de la esposa y se completan mutuamente. Las palabras de amor que ambos pronuncian se centran, pues, en el «cuerpo», no sólo porque constituye por sí mismo la fuente de la recíproca fascinación, sino también y sobre todo porque en él se detiene la atracción hacia la otra persona. El amor, además, desencadena una experiencia particular de la belleza, que se centra sobre lo que es visible, pero que envuelve simultáneamente a toda la persona. El hecho mismo de utilizar la metáfora demuestra cómo, en nuestro caso, el «lenguaje del cuerpo» busca apoyo y confirmación en todo el mundo visible. Se trata, sin duda, de un «lenguaje» que se relee simultáneamente con el corazón y con los ojos.

El término «amada» indica lo que siempre es esencial para el amor, que pone el segundo «yo» al lado del propio «yo». El hecho de que en este acercamiento ella se revele para el esposo como «hermana» -y que precisamente como hermana sea esposa- tiene una elocuencia particular. La expresión «hermana» habla de la unión en la humanidad. *Las palabras del esposo, mediante el apelativo «hermana abrazan todo su «yo», alma y cuerpo, con una ternura desinteresada. De aquí nace esa paz de la que habla la esposa. Esta es sobre todo la paz del encuentro en la humanidad como imagen de Dios, y el encuentro por medio de un don recíproco y desinteresado *(«Yo seré para él mensajera de paz», Cant 8, 10).

«Eres jardín cerrado, hermana y novia mía; / eres jardín cerrado, fuente sellada» (Cant 4, 12). Se puede decir que ambas metáforas expresan la dignidad personal de la mujer que, en cuanto sujeto espiritual se posee y puede decidir no sólo de la profundidad, sino también de la verdad esencial y de la autenticidad del don de sí, que tiende a la unión de la que habla el libro del Génesis. La «hermana-esposa» es para el hombre dueña de su misterio como «jardín cerrado» y «fuente sellada». El «lenguaje del cuerpo», releído en la verdad va junto con el descubrimiento de la inviolabilidad interior de la persona. Este descubrimiento expresa la auténtica profundidad de la recíproca pertenencia de los esposos conscientes de pertenecerse mutuamente, de estar destinados el uno a la otra: «Mi amado es mío y yo soy suya» (Cant 2, 16; cf. 6, 3). Cuando la esposa dice: «Mi amado es mío», quiere decir, al mismo tiempo: es aquel a quien me entrego yo misma, y por esto dice: «y yo soy suya» (Cant 2, 16). Los adjetivos: «mío» y «mía» afirman aquí toda la profundidad de esa entrega, que corresponde a la verdad interior de la persona.

El Cantar de los Cantares pone de relieve sutilmente la verdad interior de esta respuesta. La libertad del don es respuesta a la conciencia profunda del don expresada por las palabras del esposo. Mediante esta verdad y libertad se construye el amor, del que hay que afirmar que es amor auténtico.

Reflexión: ¿Qué significa ser hermanos y esposos?

52) La verdad del amor

La verdad del amor, proclamada por el Cantar de los Cantares, no puede separarse del «lenguaje del cuerpo». Esta es también la verdad del progresivo acercamiento de los esposos que crece por medio del amor: y la cercanía significa también la iniciación en el misterio de la persona, pero sin que implique su violación (cf. Cant 1, 13-14. 16). La verdad de la creciente cercanía de los esposos por medio del amor se desarrolla en la dimensión subjetiva «del corazón», del afecto y del sentimiento, que permite descubrir en sí al otro como don y, en cierto sentido, de «gustarlo» en sí (cf. Cant 2, 3-67).

La esposa sabe que hacia ella se dirige el «anhelo» del esposo y va a su encuentro con la prontitud del don de sí (cf. Cant 7, 9-10. 11-13), porque el amor que los une es de naturaleza espiritual y sensual a la vez. Y también, a base de ese amor, se realiza la relectura del significado del cuerpo en la verdad, porque el hombre y la mujer deben constituir en común el signo de recíproco don de sí, que pone el sello sobre toda su vida. Ceden a la llamada de algo que supera el contenido del momento y traspasa los límites del eros, tal cual se ven en las palabras del mutuo «lenguaje del cuerpo» (cf. Cant 1, 7-8; 2, 17). Esta aspiración que nace del amor, es una búsqueda de la belleza integral, de la pureza libre de toda mancha: es una búsqueda de perfección que contiene, diría, la síntesis de la belleza humana, belleza del alma y del cuerpo.

En esta necesidad interior, en esta dinámica de amor, se descubre indirectamente la casi imposibilidad de apropiarse y posesionarse de la persona por parte de la otra. La persona es alguien que supera todas las medidas de apropiación. Si el esposo y la esposa releen este «lenguaje» bajo la luz de la plena verdad de la persona y del amor, llegan siempre a la convicción cada vez más profunda de que la amplitud de su pertenencia constituye ese don recíproco donde el amor se revela «fuerte como la muerte», esto es, se remonta hasta los últimos límites del «lenguaje del cuerpo», para superarlos.

El «eros» trata de integrarse, también mediante la otra verdad del amor. Siglos después -a la luz de la muerte y resurrección de Cristo-, esta verdad la proclamará Pablo de Tarso, con las palabras de la Carta a los Corintios: «La caridad es longánime, es benigna, no es envidiosa; no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad jamás decae» (1 Cor 13, 4-8). El amor se abre aquí ante nosotros en dos perspectivas: como si aquello, en que el «eros» humano cierra el propio horizonte, se abriese, a través de las palabras paulinas, a otro horizonte de amor que habla otro lenguaje; el amor que parece brotar de otra dimensión de la persona y llama, invita a otra comunión. Este amor ha sido llamado con el nombre de «ágape» y el ágape lleva a plenitud al eros, purificándolo.

Reflexión: ¿Cuido de la belleza de mi alma como de la de mi cuerpo? ¿Está mi amor por mi cónyuge en línea con las palabras paulinas descritas en 1 Cor 13, 4-8?

53) El amor que vence porque ora

En el Cantar de los Cantares, puse de relieve cómo el signo sacramental del matrimonio se constituye sobre la base del «lenguaje del cuerpo» que el hombre y la mujer expresan con la verdad que les es propia. En el relato de los esponsales de Tobías con Sara se encuentra, además de la expresión «hermana» -por la que parece que en el amor nupcial está arraigada una índole fraterna- otra expresión que es también análoga a la del Cantar. Como recordaréis, en el dúo de los esposos, el amor que se declaran mutuamente, es «fuerte como la muerte» (Cant 8, 6). En el libro de Tobías encontramos la frase que, al decir que él amó a Sara «y se le apegó su corazón» (Tob 6, 19), presenta una situación que confirma la verdad de las palabras sobre el amor «fuerte como la muerte».

Para entender mejor, hay que ir a algunos detalles. Leemos allí que Sara con anterioridad había «sido dada a siete maridos» (Tob 6, 13), pero todos murieron antes de unirse a ella. Esto había acaecido por obra del espíritu maligno y también el joven Tobías tenía razones para temer una muerte análoga. Si el amor se muestra fuerte como la muerte, esto sucede sobre todo en el sentido de que Tobías y, juntamente con él, Sara van sin titubear hacia esta prueba. Pero en esta prueba de la vida y de la muerte vence la vida, porque, durante la prueba de la primera noche de bodas, el amor, sostenido por la oración, se manifiesta más fuerte que la muerte.

Esta prueba de la vida y de la muerte tiene también otro significado, ellos, al unirse como marido y mujer, se hallan en la situación en que las fuerzas del bien y del mal se combaten y se miden recíprocamente. La verdad y la fuerza del amor se manifiestan en la capacidad de ponerse entre las fuerzas del bien y del mal, que combaten en el hombre y en torno a él, porque el amor tiene confianza en la victoria del bien y está dispuesto a hacer todo, a fin de que el bien venza. El «lenguaje del cuerpo», aquí, parece usar las palabras de las opciones y de los actos que brotan del amor, que vence porque ora. La oración de Tobías (Tob 8, 5-8), que es, ante todo, plegaria de alabanza y de acción de gracias, luego de súplica, coloca el «lenguaje del cuerpo» invadido, no tanto por la fuerza emotiva de la experiencia, cuanto por la profundidad y gravedad de la verdad de la existencia misma. El «lenguaje del cuerpo» se convierte en el lenguaje de los ministros del sacramento, conscientes de que su pacto conyugal es la imagen de la Alianza de Dios con el hombre, con el género humano, de esa alianza que nace del Amor eterno.

Se puede admitir (basándose en el contexto) que ellos tienen ante los ojos la perspectiva de perseverar en la comunión hasta el fin de sus días, perspectiva que se abre ante ellos con la prueba de la vida y de la muerte. Ven con la mirada de la fe la santidad de esta vocación, en la que a través de la unidad de los dos, deben responder a la llamada de Dios mismo, contenida en el misterio del Principio. Y por esto piden: «Ten misericordia de mí y de ella».

Los esposos del Cantar de los Cantares declaran mutuamente, con palabras fogosas, su amor humano. Los nuevos esposos del libro de Tobías piden a Dios saber responder al amor. Uno y otro encuentran su puesto en lo que constituye el signo sacramental del matrimonio. Uno y otro participan en la formación de este signo. Se puede decir que a través de uno y otro el «lenguaje del cuerpo», releído tanto en la dimensión subjetiva de la verdad de los corazones humanos, como en la dimensión «objetiva» de la verdad del vivir en la comunión, se convierte en la lengua de la liturgia.

Reflexión: ¿Qué importancia le damos a la oración en nuestra vida conyugal o en la preparación para la misma?

54)  La vida hecha liturgia

Hoy vamos a referirnos al texto clásico del capítulo 5 de la Carta a los Efesios, la cual revela las fuentes eternas de la Alianza en el amor del Padre y, a la vez, su nueva y definitiva institución en Jesucristo. El autor de la Carta a los Efesios no duda en extender la analogía de la unión de Cristo con la Iglesia al signo sacramental del pacto esponsal del hombre y de la mujer, los cuales están «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). No vacila en extender aquella analogía mística al «lenguaje del cuerpo», interpretado en la verdad del amor esponsal y de la unión conyugal de los dos. Es necesario reconocer la lógica de este magnífico texto, que libera radicalmente nuestro modo de pensar de elementos maniqueístas y aproxima el «lenguaje del cuerpo», encerrado en el signo sacramental del matrimonio, a la dimensión de la santidad real. Los sacramentos insertan la santidad en el terreno de la humanidad del hombre; penetran el alma y el cuerpo con su fuerza.

La liturgia, el lenguaje litúrgico, eleva el pacto conyugal a las dimensiones del «misterio» y, al mismo tiempo, permite que tal pacto se realice en las susodichas dimensiones mediante el «lenguaje del cuerpo». El lenguaje litúrgico confía a ambos, al hombre y a la mujer, el amor, la fidelidad y la honestidad conyugal. Les confía la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. Les asigna como tarea todo el «sacrum» de la persona y de la comunión de las personas.

El autor de la Carta a los Efesios escribe a este propósito: «…los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo…» (Ef 5, 33), (= «como a sí mismos» Ef 5, 33), «y la mujer reverencie a su marido» (Ef 5, 33). Ambos, finalmente estén «sujetos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21). El «lenguaje del cuerpo», en cuanto ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico se expresa no sólo como el atractivo y la complacencia recíproca del Cantar de los Cantares, sino también como una profunda experiencia del «sacrum» que parece estar inmerso en la misma masculinidad y femineidad mediante la dimensión del «mysterium magnum» de la Carta a los Efesios, que ahonda sus raíces precisamente en el «principio», es decir, en el misterio de la creación del hombre: varón y hembra a imagen de Dios, llamados ya «desde el principio», a ser signo visible del amor creativo de Dios.

La Carta a los Efesios, al exhortar a los esposos a fin de que estén sujetos los unos a los otros «en el temor de Cristo» (Ef 5, 21) y al inducirles, luego, al «respeto» en la relación conyugal parece poner de relieve, conforme a la tradición paulina, la castidad como virtud y como don. A través de la virtud y más aún a través del don («vida según el Espíritu») madura espiritualmente el mutuo atractivo de la masculinidad y de la femineidad. Ambos, el hombre y la mujer, alejándose de la concupiscencia encuentran la justa dimensión de la libertad de entrega, unida al verdadero significado del cuerpo. Así, el lenguaje litúrgico, o sea, el lenguaje del sacramento se hace en su vida y convivencia «lenguaje del cuerpo» en toda una profundidad, sencillez y belleza hasta aquel momento desconocidas.

Tal parece ser el significado integral del signo sacramental del matrimonio. En ese signo -mediante el «lenguaje del cuerpo»-, el hombre y la mujer salen al encuentro del gran «mysterium», para transferir la luz de ese misterio, en la práctica del amor, de la fidelidad y de la honestidad conyugal, o sea, en el ethos que tiene su raíz en la «redención del cuerpo» (cf. Rom 8,23). En esta línea, la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia.

Reflexión: ¿Es mi lenguaje del cuerpo continuidad del lenguaje litúrgico del matrimonio?