Redención del Corazón (II parte)

12)  El adulterio en el corazón

La siguiente afirmación de Cristo, en el sermón de la montaña contiene la segunda enunciación cuyo significado es clave para la teología del cuerpo: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). En este pasaje, Jesucristo realiza una revisión fundamental del modo de comprender y cumplir el sexto mandamiento de la Antigua Alianza: «No adulterarás» (Mt 5, 27-32).

Se trata de un cumplimiento que corresponde al sentido pleno de la ley, según las palabras de Jesús: «No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolirlos, sino a darles cumplimiento» (Mt 5, 17). Sólo este cumplimiento construye esa justicia que Dios ha querido. Cristo-Maestro advierte que no se dé una interpretación humana de la ley y de los mandamientos, que no construya la justicia que quiere Dios: «Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5, 20) y por otra parte dice: «El que… practicare y enseñare (estos mandamientos), éste será tenido por grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 19).

Se trata de resaltar la dimensión de la acción interior, a la que se refieren las palabras: «no adulterarás». Su expresión visible se encuentra en el «acto del cuerpo», pero el valor moral, está unido al proceso que se da en el interior del hombre. Las palabras de Cristo tienen un explícito contenido antropológico ya que, mediante su contenido ético, tocan esos significados perennes, por medio de los cuales se constituye la antropología «adecuada».

El adulterio, al que se refiere directamente el citado mandamiento, significa la infracción de la unidad, mediante la cual el hombre y la mujer, solamente como esposos, pueden unirse tan estrechamente, que vengan a ser «una sola carne» (Gen 2, 24) por lo que se deduce que una tal mirada de deseo dirigida a la propia esposa no es adulterio «en el corazón». Ya que si el acto conyugal como acto exterior, en el que «los dos se unen de modo que vienen a ser una sola carne», es lícito entre esposos, análogamente está conforme con la ética también él acto interior en la misma relación.

La universalidad del Evangelio, reside en que no es en absoluto una generalización. En el enunciado de Cristo que estamos ahora analizando el hombre de todo tiempo y de todo lugar se siente llamado: porque precisamente Cristo apela al «corazón» humano, que no puede ser sometido a generalización alguna porque en el «corazón», cada uno es individualizado más aún que por el nombre; es alcanzado en lo que lo determina de modo único e irrepetible; es definido en su humanidad «desde el interior».

 

Reflexión: ¿Cuál es la importancia de mis pensamientos y que los alimenta? ¿Qué influencia tienen mis pensamientos en mi actuar y mi actuar en mis pensamientos?

 

13) Lo que procede del Padre y lo que procede del mundo

La doctrina bíblica sobre la triple concupiscencia se encuentra en la primera Carta de San Juan 2, 16-17: «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». «Procede del mundo», no como fruto del misterio de la creación, sino como fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (Gen 2, 17), es decir, como consecuencia de la ruptura de la primera Alianza con el Creador, que se rompió en el corazón del hombre. La bondad del «mundo» creado por Dios para el hombre, la hemos leído en Gen 1: «Vio Dios que era bueno… era muy bueno». Sólo como consecuencia del pecado, como fruto de la ruptura de la Alianza con Dios en lo íntimo del hombre, el «mundo» de que habla el libro del Génesis se ha convertido en el «mundo» de las palabras de San Juan (1, 2, 15-16): lugar y fuente de concupiscencia.

La descripción bíblica en la que el hombre toma el fruto del «árbol de la ciencia del bien y del mal» pone en evidencia el momento clave, en que en el corazón del hombre se puso en duda el don y el amor de quien hizo la creación como donación. Al comer del fruto, el hombre hace una opción fundamental y la realiza contra la voluntad del Creador aceptando la motivación que le sugiere el tentador: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal». Al poner en duda, dentro de su corazón, el significado más profundo de la donación, esto es, el amor como motivo específico de la creación y de la Alianza originaria (especialmente Gen 3, 5), el hombre vuelve la espalda al Dios-Amor, al «Padre», lo rechaza de su corazón y así, queda en él lo que «viene del mundo»

La vergüenza expresada en Génesis 3, 7 en conexión con el pecado es la primera manifestación en el hombre de lo que «no viene del Padre, sino del mundo». La necesidad de ocultarse ante el «otro» demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión». La necesidad de esconderse ante Dios indica que en lo profundo de la vergüenza existe un sentido de miedo frente a Dios cuya causa la señala Dios mismo cuando dice: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gen 3, 11). La explicación de la vergüenza no se busca en el cuerpo mismo ni en la sexualidad de ambos, sino que se remonta a las transformaciones más profundas sufridas por el espíritu humano. El hombre y la mujer, a través de la vergüenza, permanecen casi en el estado de la inocencia originaria. En efecto, continuamente toman conciencia del significado esponsalicio del cuerpo y tienden a protegerlo de la concupiscencia.

La «desnudez» no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al cuerpo, a través de la «desnudez», se manifiesta el hombre privado de la participación del don, privado, según la enseñanza teológica de la Iglesia, de los dones sobrenaturales y preternaturales, que formaban parte de su «dotación» antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud originaria «de la imagen de Dios». En el estado de inocencia originaria, la desnudez, no expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del cuerpo en toda su verdad humana y personal. El cuerpo humano era desde el principio, mediante su masculinidad y feminidad, un componente de la donación recíproca en la comunión de las personas y llevaba en sí, un indudable signo de la «imagen de Dios».

Con el pecado, el hombre pierde su participación de la visión divina del mundo y de la propia humanidad que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor del propio cuerpo. Se descubre una cierta fractura en el interior de la persona humana, como una ruptura de la originaria unidad espiritual y física del hombre. Este se da cuenta por vez primera que su cuerpo ha dejado de sacar la fuerza del Espíritu, que lo elevaba al nivel de la imagen de Dios y se presenta un desorden íntimo tanto en su «yo» personal, como en la relación entre hombre y mujer. La contradicción acompañará al hombre «histórico» en todo su camino terreno, como escribe San Pablo: «Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 22-23).

La concupiscencia, es una amenaza específica a la estructura del autodominio de la persona ya que el hombre de la concupiscencia no domina el propio cuerpo con igual sencillez y «naturalidad», como lo hacía el hombre de la inocencia originaria. Especialmente en lo que se refiere a su sexualidad, y que está directamente unido con la llamada a esa unidad, en la que el hombre y la mujer «serán una sola carne» (Gen 2, 24). La concupiscencia, comporta una limitación del significado esponsalicio del cuerpo mismo.

El nacimiento del pudor nos orienta hacia ese momento, en el que el hombre cerrándose a lo que «viene del Padre», se abre a lo que «procede del mundo». El pudor sexual, del que trata el Génesis 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y feminidad, sea para la comunión de las personas y sirva así también para mostrar la «imagen de Dios» en el mundo visible. El pudor tiene un doble significado: indica la amenaza del valor y al mismo tiempo protege interiormente este valor.

 

Reflexión: ¿En las opciones que hago a diario en mi vida, tengo en cuenta la voluntad del creador? ¿Entiendo la voluntad de Dios como lo mejor para mi vida o la veo como un obstáculo para mis planes?

 

14) Dominio del otro o autodominio

El Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará» testifica cómo la originaria unión conyugal de las personas será deformada en el corazón del hombre por la concupiscencia. Estas palabras de Dios, en las que por primera vez se define al hombre como «marido», no se refieren exclusivamente al momento de la unión del hombre y de la mujer, en el que se convierten en una sola carne (Gen 2, 24), sino más bien al amplio contexto de las relaciones conyugales. Estas palabras que se dirigen directamente a la mujer, se refieren también al hombre.

La expresión relativa de «dominio» («él te dominara») que leemos en el Génesis 3, 16, ¿no indica acaso la forma de concupiscencia que trata la primera Carta de Juan 2, 16: como «concupiscencia del orgullo de la vida»? El dominio «sobre» el otro ¿no cambia esencialmente la estructura de comunión en la relación interpersonal haciendo del ser humano un objeto concupiscible a los ojos? Se puede decir, pues, -profundizando en el Génesis 3, 16- que mientras por una parte el «cuerpo», no cesa de estimular los deseos de la unión personal, («buscarás con ardor a tu marido»), al mismo tiempo, la concupiscencia dirige a su modo estos deseos: «él te dominará». Desde el momento en que existe el dominio, a la comunión de las personas -hecha de plena unidad espiritual de los dos sujetos que se donan recíprocamente- sucede una relación de posesión del otro a modo de objeto del propio deseo.

Desde que en el hombre se instaló otra ley «que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23) existe el peligro que el «deseo del cuerpo» se manifieste más potente que el «deseo de la mente». Y es precisamente esta verdad sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener siempre presente, si queremos comprender hasta el fondo el llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el discurso de la montaña.

El cuerpo humano, según el misterio de la creación, como sabemos por el análisis del Génesis 2, 23-25, no es solamente fuente de fecundidad, o sea, de procreación, sino que desde «el principio» tiene un carácter nupcial; lo que quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el hombre se hace don, verificando así el profundo sentido del propio ser y del propio existir. El cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado a existir en la comunión de las personas «a imagen de Dios». Pero por la concupiscencia la feminidad y la masculinidad, parecen no ser ya la expresión del espíritu que tiende a la comunión personal sino que quedan solamente como objeto de atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede entre el resto de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la bendición de la fecundidad (Gen 1).

Sin embargo, la capacidad de expresar el amor con que el hombre, mediante su feminidad o masculinidad se hace don para el otro, en cierto modo no ha cesado. El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia, tanto menos experimenta el corazón el significado nupcial del cuerpo y tanto menos sensible se hace al don. En efecto, el hombre es aquel que no puede «encontrarse plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo». La concupiscencia afecta precisamente esa «donación sincera porque, en cierto sentido, «despersonaliza» al hombre, haciéndolo objeto «para el otro».

La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad interior del don a la que está ligada el significado nupcial del cuerpo humano. *Para que el hombre y la mujer puedan donarse recíprocamente es indispensable que cada uno de ellos se domine a sí mismo. Con la concupiscencia la relación del don se transforma en relación de apropiación en la que el objeto que poseo adquiere para mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo uso. La concupiscencia no une, sino que se adueña. *

Las palabras de Dios dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a tu marido, que te dominará», parecen revelar el modo en que la relación de don recíproco se convierte en una relación de recíproca apropiación. Si el hombre al relacionarse con la mujer la considera como un objeto del que apropiarse y no como don, al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también el, para ella, objeto de apropiación, que a su vez implica que desaparezca la estructura de la comunión entre las personas.

 

Reflexión: ¿Cómo identifico si en una relación prevalece el amor o la concupiscencia?

 

15)  La ley o la conciencia

El análisis hecho hasta ahora, constituye una amplia introducción, sobre todo antropológica, al trabajo que todavía hay que emprender. La sucesiva etapa de nuestro análisis deberá ser de carácter ético.

La concupiscencia afecta ante todo el interior del hombre, ese interior es la fuerza que decide sobre el comportamiento humano «exterior» y también sobre las múltiples estructuras e instituciones a nivel social. El entendimiento que el hombre «histórico», con su «corazón», hace del propio cuerpo respecto a la sexualidad no es algo exclusivamente conceptual: es lo que determina las actitudes y decide en general el modo de vivir el cuerpo.

La interpretación humana de la Ley puede hacer que desaparezca el justo significado del bien y del mal querido por el divino Legislador. La ley es un medio para que «sobreabunde la justicia» (palabras de Mt 5, 20, en la antigua versión) y Cristo quiere que esa justicia «supere a la de los escribas y fariseos». No acepta la interpretación que a lo largo de los siglos han dado ellos al contenido de la Ley, porque han sometido el designio y la voluntad del Legislador, a las diversas debilidades y a los límites de la voluntad humana, derivada precisamente de la concupiscencia. «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolirla, sino a darles cumplimiento» (Mt 5, 17). La justa comprensión de la ley es condición para cumplirla, y esto se aplica al mandamiento «no cometer adulterio».

Cuando Jesús dice «Por la dureza de vuestro corazón, os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). «La dureza de corazón» indica la situación contraria al originario designio de Dios según el Génesis 2, 24 que se estaba presentando en el pueblo del Antiguo Testamento. Y es ahí donde hay que buscar la clave para interpretar la legislación de Israel en el ámbito del matrimonio. En el antiguo testamento, en tiempo de los Patriarcas, el abandono de la monogamia, había sido dictado por el deseo de una numerosa prole. Este deseo era tan profundo y la procreación, como fin esencial del matrimonio, tan evidente, que las esposas, cuando no podían dar descendencia a sus maridos, les rogaban, que pudieran tomar «sobre sus rodillas» -o sea, acoger- a la prole de otra mujer, como la sierva, o la esclava. Tal fue el caso de Sara respecto a Abraham y también el de Raquel respecto a Jacob. Esas dos narraciones reflejan el clima moral en que se practicaba el Decálogo. Aquí por adulterio se entiende la infracción del derecho de propiedad del hombre con respecto a cualquier mujer que sea su esposa legal (normalmente: una entre tantas); y no, el adulterio como aparece desde el punto de vista de la monogamia establecida por el Creador. Sabemos ya que Cristo se refirió al «principio» precisamente en relación con este argumento (Mt 19, 8). Cristo desea enderezar estas desviaciones, de ahí, las palabras pronunciadas por Él en el sermón de la montaña.

Jesús cuando se dirige a los que querían lapidar a la mujer adúltera, no apela a las prescripciones de la ley israelita, sino exclusivamente a la conciencia. El discernimiento del bien y del mal inscrito en las conciencias humanas puede demostrarse más profundo y más correcto que el contenido de una norma.

 

Reflexión: ¿Es mi conciencia capaz de reconocer el bien más allá de la ley? ¿Soy capaz de discernir cuando una ley humana es contraria a la voluntad de Dios?

 

16)  El engaño del corazón

Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, pronuncia las palabras: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás, e inmediatamente añade: Pero yo os digo…», está claro que quiere reconstruir en la conciencia de sus oyentes el significado ético propio de este mandamiento.

El adulterio indica el acto mediante el cual un hombre y una mujer, que no son esposos, forman «una sola carne». El adulterio es pecado porque constituye la ruptura de la alianza personal del hombre y de la mujer. La unión corpórea es el signo de la comunión de las personas, en calidad de cónyuges, es su derecho (bilateral). El adulterio no sólo es la violación de este derecho, que es exclusivo del otro cónyuge, sino que al mismo tiempo es una radical falsificación del signo. Solamente puede cometer «adulterio en el corazón» el hombre que es sujeto potencial del «adulterio en la carne». Si en virtud del matrimonio tiene el derecho de «unirse con su esposa», de modo que «los dos serán una sola carne» este acto nunca puede ser llamado «adulterio» análogamente no puede ser definido «adulterio cometido en él corazón» el acto interior del «deseo» del que trata el sermón de la montaña cuando este se da en el marco del matrimonio. Sin embargo, este adulterio «en el corazón» puede cometerlo también el hombre con relación a su propia esposa, si la trata solamente como objeto de satisfacción del instinto.

La pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el «corazón» la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud en el cuerpo y en los sentidos ya que la satisfacción del hombre dominado por la pasión no alcanza las fuentes de la paz interior si no que se queda en el nivel más exterior del individuo. El hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, «se consume».

Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, «se desgasta». Es verdad que donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical.

El significado bíblico (por lo tanto, también teológico) del «deseo» es diverso del puramente psicológico. El psicólogo describirá el «deseo» como una orientación intensa hacia el objeto, a causa de su valor peculiar, en este caso, su valor «sexual». Por su parte, la descripción bíblica, sin infravalorar el aspecto psicológico, pone de relieve sobre todo el ético, dado que es un valor que queda lesionado. El «deseo», es el engaño del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer -una llamada que fue revelada en el misterio mismo de la creación- a la comunión a través de un don recíproco. La perenne atracción recíproca por parte del hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo», con relación a la originaria atracción recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una «reducción intencional», una restricción que cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores, con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es «reducir» la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo, como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. La mujer, para el hombre que «mira» así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto va unido el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo. El mismo razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la mujer. Esta reducción intencional puede verificarse, según las palabras de Cristo (Mt 5, 27-28), ya en el ámbito de la «mirada».

El deseo ciertamente hace que, en el interior, esto es, en el «corazón», se ofusque el significado del cuerpo, propio de la persona. La feminidad deja de ser así para la masculinidad sobre todo sujeto; deja de ser un lenguaje específico del espíritu; pierde el carácter de signo. Deja de llevar en sí el estupendo significado esponsalicio del cuerpo y en virtud de la propia intencionalidad tiende directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad sexual del cuerpo, como objeto propio.

Reflexión: ¿Está mi hombre interior reducido al silencio? ¿Permito que la pasión acalle la voz de mi conciencia?

 

17) El ser humano que se sirve del otro

Cuando Cristo habla del hombre que «mira para desear», no indica sólo la intencionalidad de «mirar», sino la intencionalidad de la existencia misma del hombre. En la situación descrita por Cristo esa dimensión pasa unilateralmente del hombre, que es sujeto, hacia la mujer, que comienza a existir intencionalmente como objeto de potencial satisfacción de la necesidad sexual inherente a su masculinidad. Aunque el acto sea totalmente interior, escondido en el corazón y expresado sólo por la «mirada», en él se realiza ya un cambio de la intencionalidad misma de la existencia. Si no fuese así, si no se tratase de un cambio tan profundo, no tendrían sentido las palabras siguientes de la misma frase «Ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 28).

Ese cambio de la intencionalidad de la existencia, mediante el cual una determinada mujer comienza a existir para un determinado hombre no como sujeto de llamada y atracción personal o sujeto de «comunión», sino exclusivamente como objeto de potencial satisfacción de la necesidad sexual, se realiza en el «corazón» en cuanto que se ha realizado en la voluntad. La intencionalidad cognoscitiva no quiere decir todavía esclavitud del «corazón», sólo cuando la reducción intencional arrastra a la voluntad, suscitando una decisión de una relación con otro ser según la escala de valores propia de la «concupiscencia», sólo entonces se puede decir que el «deseo» se ha adueñado también del «corazón» y domina en el individuo estableciendo el modo mismo de existir con relación a otra persona. Entonces podemos hablar también de esa «constricción» que se llama «constricción del cuerpo» y que lleva consigo la pérdida de la «libertad del don», connatural a la conciencia profunda del significado esponsalicio del cuerpo.

La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y de los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana universal. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña confirman precisamente esta dimensión. Generalmente se considera que el hombre «actúa conforme a lo que es», en este caso Cristo quiere poner en evidencia que el hombre «mira» conforme a lo que es. La mirada expresa lo que hay en el corazón, expresa a todo el hombre. «Mirar con deseo» indica una experiencia del valor del cuerpo, en la que su significado esponsalicio deja de ser tal; el hombre «al mirar para desear» experimenta de modo más o menos explícito el alejamiento de ese significado esponsalicio del cuerpo lo cual implica un conflicto con la dignidad de persona: un auténtico conflicto de conciencia.

Cuando hablamos del hombre, para el cual según Mt 5, 27-28 una mujer se convierte sólo en objeto de potencial satisfacción de la «necesidad sexual» inherente a su masculinidad, no se trata en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad, como dimensión objetiva de la naturaleza humana con la finalidad procreadora que le es propia. Se trata, en cambio, del modo de existir del hombre y de la mujer como personas en un recíproco «para», el cual -incluso basándose en lo que, según la naturaleza humana, puede definirse como «necesidad sexual» puede y debe servir para la construcción de la unidad de «comunión» en sus relaciones recíprocas. En efecto, éste es el significado fundamental de la perenne y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad, contenida en la realidad misma de la constitución del ser humano.

No corresponde a esta unidad de «comunión» -más aún, se opone a ella- el que el hombre y la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad sexual, y cada uno sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta «reducción» de un contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción entre el hombre y la mujer no corresponde precisamente a la «naturaleza» de esta atracción. Esta «reducción» de hecho extingue el significado personal y «de comunión», propio del hombre y de la mujer, a través del cual, según el Génesis 2, 24, «el hombre… se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne». La «concupiscencia» aleja la existencia recíproca del hombre y de la mujer de las perspectivas personales y «de comunión», propias de su perenne y recíproca atracción, reduciéndola a dimensiones utilitarias, en cuyo ámbito el ser humano «se sirve» del otro ser humano, «usándolo» solamente para satisfacer las propias «necesidades».

 

Reflexión: ¿Qué significa que “La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y de los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana universal”? ¿Cuál es el significado fundamental de la perenne y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad? ¿Qué sucede cuando el hombre se sirve de la mujer y viceversa? ¿Qué significa que el hombre actúa (y mira) conforme a lo que es?

 

18) Un valor no bastante apreciado

El mandamiento «no adulterarás» está formulado como una prohibición que excluye de modo categórico un determinado mal moral y encuentra su justa motivación en la indisolubilidad del matrimonio. Es sabido que el decálogo, además de la prohibición «no adulterarás», contiene también «no desearás la mujer de tu prójimo» (Ex 20, 14. 17; Dt 5, 18. 21). Ambos mandamientos se cumplen precisamente mediante la «pureza de corazón». Las palabras del texto del sermón de la montaña, en las que Cristo habla figurativamente de «sacar el ojo» y de «cortar la mano», cuando estos miembros fuesen causa de pecado (Mt 5, 29-30), dan testimonio indirectamente de la severidad y fuerza de la prohibición contenida en estos. La exigencia, que en el sermón de la montaña propone Cristo implica que el hombre debe descubrir de nuevo la plenitud perdida de su humanidad y quererla recuperar. Esa plenitud en la relación recíproca de las personas: del hombre y de la mujer, pero también en toda forma de convivencia de los hombres y de las mujeres, de esa convivencia que constituye la pura y sencilla trama de la existencia.

La llamada al corazón presente en las palabras: “Que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28) pone en claro la dimensión de la interioridad humana, propia de la ética, y más aún, de la teología del cuerpo. De cada uno de los hombres, como autores y sujetos directos de la moral real, como co-autores de su historia depende también el nivel de la moral misma, su progreso o su decadencia. ¿Cómo «puede» y «debe» actuar el hombre que acoge las Palabras de Cristo en el sermón de la montaña, el hombre que acepta el Evangelio, y, en particular, lo acepta en este campo? ¿De qué modo los valores según la «escala» revelada en el sermón de la montaña constituyen un deber de su voluntad y de su «corazón», de sus deseos y de sus opciones? ¿De qué modo le «obligan» en la acción y en el comportamiento y le «comprometen» ya en el pensar y, de alguna manera, en el «sentir»?

No es posible encontrar en la frase del sermón de la montaña, que hemos analizado, una «condena» o una acusación contra el cuerpo. Si acaso, se podría entrever allí una condena del corazón humano. Sin embargo, en realidad no se acusa al corazón, sino que se le llama a un examen crítico, más aún, autocrítico. El juicio que allí se encierra acerca del «deseo», como acto de concupiscencia de la carne, contiene en sí no la negación, sino más bien la afirmación del cuerpo, como elemento que juntamente con el espíritu determina al hombre y participa en su dignidad de persona. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, está llamado «desde el principio» a convertirse en la manifestación del espíritu. Se convierte también en esa manifestación mediante la unión conyugal. En Mt 19, 5-6 (“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.”), Cristo defiende los derechos inolvidables de esta unidad, mediante la cual el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume el valor de signo, signo en algún sentido, sacramental.

Basándose en las palabras de Cristo en el sermón de la montaña, la ética cristiana se caracteriza por una transformación de la conciencia y de las actitudes de la persona, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo y del sexo, según el designio originario del Creador que los puso al servicio de la «comunión de las personas». El cuerpo y la sexualidad son siempre para el cristianismo un «valor no bastante apreciado». Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) son una llamada a vencer el mal moral que el «deseo» desordenado oculta en sí. Y si la victoria sobre el mal consiste en la separación de él (de aquí las severas palabras en el contexto de Mateo 5, 27-28), se trata solamente de separarse del mal del acto (en el caso en cuestión, del acto interior de la «concupiscencia») y en ningún modo de transferir lo negativo de este acto a su objeto, esto es, la mujer a la que se «mira para desearla».

El mal de la «concupiscencia», es decir, del acto del que habla Cristo en Mateo 5, 27-28, hace que a quien se dirige, constituya para el sujeto humano un «valor no bastante apreciado». Si en las palabras analizadas del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) el corazón humano es puesto en guardia contra la concupiscencia, a la vez, mediante las mismas palabras está llamado a descubrir el sentido pleno de lo que en el acto de concupiscencia constituye para él un «valor no bastante apreciado. El «adulterio cometido en el corazón», se puede y se debe entender como «desvalorización», o sea, empobrecimiento de un valor auténtico, como privación intencional de esa dignidad, a la que responde el valor integral de la feminidad de la mujer en cuestión.

La llamada a dominar la concupiscencia de la carne brota precisamente de la afirmación de la dignidad personal del cuerpo y del sexo, y sirve únicamente a esta dignidad. Liberado de la constricción y de la disminución del espíritu que lleva consigo la concupiscencia de la carne, el ser humano: varón y mujer, se encuentra recíprocamente en la libertad del recíproco donarse que es la condición de toda convivencia en la verdad.

Reflexión: ¿Cómo debo actuar si acojo las Palabras de Cristo en el sermón de la montaña, especialmente en lo relacionado con la pureza del corazón? ¿Qué significa que el «adulterio cometido en el corazón», se deba entender como «desvalorización» de la persona?

 

19) El nuevo ethos

Los pensadores contemporáneos (por ejemplo, Scheler) ven en el sermón de la montaña un gran cambio en el campo del ethos, es decir en lo que puede ser definido como el alma de la moral humana. Una moral viva, no se forma solamente con las normas que revisten la forma de mandamientos, de preceptos y de prohibiciones, como en el caso de «no adulterarás». La moral en la que se realiza el sentido mismo del ser hombre -que es, al mismo tiempo, cumplimiento de la ley mediante la «sobreabundancia» de la justicia” se forma en la percepción interior de los valores, de la que nace el deber como expresión de la conciencia, como respuesta del propio «yo» personal. El ethos nos hace entrar simultáneamente en la profundidad de la norma misma y descender al interior del hombre-sujeto de la moral. El valor moral, está unido al proceso dinámico de la intimidad del hombre, para alcanzarlo, no basta detenerse «en la superficie» de las acciones humanas, es necesario penetrar precisamente en el interior.

El pasaje del discurso de la montaña que hemos elegido como centro de nuestros análisis, forma parte de la proclamación del nuevo ethos: el ethos del Evangelio. Las enseñanzas de Cristo, están profundamente unidas con la conciencia del «principio», del misterio de la creación en su originaria sencillez y riqueza; y al mismo tiempo, el ethos que Cristo proclama en el discurso de la montaña, está enderezado de modo realista al «hombre histórico», transformado en hombre de la concupiscencia. Cristo, que sabe «lo que hay en todo hombre» (Jn 2, 25), no puede hablar de otro modo, sino con semejante conocimiento de causa. Desde ese punto de vista, en las palabras de Mt 5, 27-28, no prevalece la acusación, sino un juicio realista sobre el corazón humano que de una parte tiene un fundamento antropológico y, de otra, un carácter ético.

Las palabras de Cristo confirman los mandamientos del decálogo – no sólo el sexto, sino también el noveno – y al mismo tiempo expresan un conocimiento sobre el hombre, que nos permite unir la conciencia del estado pecaminoso humano con la perspectiva de la «redención del cuerpo» (Rom 8, 23). Precisamente este «conocimiento» está en las bases del nuevo ethos que emerge de las palabras del sermón de la montaña.

La «redención del cuerpo» no indica el mal como propio del cuerpo humano, sino que señala solamente el estado pecaminoso del hombre, por el que, entre otras cosas, éste ha perdido el sentido del significado esponsalicio del cuerpo, en el cual se expresa el dominio interior y la libertad del espíritu. Se trata aquí de una pérdida «parcial», potencial, donde el sentido del significado esponsalicio del cuerpo se confunde, en cierto modo, con la concupiscencia y permite fácilmente ser absorbido por ella.

Las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 no nos permiten poner al corazón humano en estado de continua sospecha, sino que deben ser entendidas e interpretadas como una llamada que no puede ser un acto separado del contexto de la existencia concreta. Es siempre -aunque sólo en la dimensión del acto al que se refiere- el descubrimiento del significado de toda la existencia, del significado de la vida, en el que está comprendido también ese significado del cuerpo, que aquí llamamos «esponsalicio». Estas palabras revelan no sólo otro ethos, sino también otra visión de las posibilidades del hombre. Es importante que él, precisamente en su «corazón», no se sienta solo e irrevocablemente acusado y abandonado a la concupiscencia de la carne, sino que en el mismo corazón se sienta, gracias a la redención, llamado con energía. Llamado precisamente a ese valor supremo, que es el amor. Llamado como persona en la verdad de su humanidad, en la verdad de su cuerpo. Llamado en esa verdad que es patrimonio «del principio», más profundo que el estado pecaminoso heredado, más profundo que la triple concupiscencia. La redención es una verdad, una realidad, en cuyo nombre debe sentirse llamado el hombre, y «llamado con eficacia».

El hombre debe sentirse llamado a descubrir y a realizar el significado esponsalicio del cuerpo y a expresar de este modo la libertad interior del don. Está llamado a esto, desde el exterior, por la palabra del Evangelio, y desde el «interior», por su corazón. Si el oyente permite que esas palabras actúen en él, podrá oír al mismo tiempo en su interior algo así como el eco de ese «principio», al que Cristo se refirió, para recordar a sus oyentes quién es el hombre, quién es la mujer, y quiénes son el uno para el otro en la obra de creación. Las palabras de Cristo dan testimonio de que la fuerza originaria (por tanto, también la gracia) del misterio de la creación se convierte para cada uno de ellos en fuerza (esto es, gracia) del misterio de la redención. ¿Acaso no siente el hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de conferirle el valor supremo, que es el amor?

 

Reflexión: ¿Me siento llamado y redimido por Cristo? ¿Creo en la eficacia de esa redención en mi vida?

20) Eros y ethos

Según Platón, el «eros» representa la fuerza interior, que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello. En cambio, en el significado común y en la literatura, esta «atracción» parece ser ante todo de naturaleza sexual. La narración bíblica (sobre todo en Génesis 2, 23-25), indudablemente atestigua la recíproca atracción y la llamada perenne de la persona a esa «unidad en la carne» que, al mismo tiempo, debe realizar la unión-comunión de las personas. Como «eróticos» se definen sobre todo esos modos de comportamiento recíprocos mediante los cuales el hombre y la mujer se acercan y se unen hasta formar «una sola carne». Si lo «erótico» y lo que se «deriva del deseo» (y sirve para saciar la «concupiscencia misma de la carne») fuera lo mismo, las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 expresarían un juicio negativo sobre lo que es «erótico».

Si admitimos que el «eros» significa la fuerza interior que «atrae» al hombre hacia la verdad, el bien y la belleza, entonces en el ámbito de este concepto se ve también abrirse el camino hacia lo que Cristo quiso expresar en el sermón de la montaña. En el ámbito erótico, el «eros y el «ethos» no se contraponen mutuamente, sino que están llamados a encontrarse en el corazón humano y a fructificar en este encuentro.* Muy digno del corazón humano es que la forma de lo que es «erótico» sea, al mismo tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es ético»*

De ordinario somos propensos a considerar las palabras del sermón de la montaña sobre la «concupiscencia» (sobre el «mirar para desear») exclusivamente como una prohibición, una prohibición en la esfera del «eros». Y muy frecuentemente nos contentamos sólo con esta comprensión, sin tratar de descubrir los valores realmente profundos y esenciales que esta prohibición protege. Que no solamente protege, sino que los hace también accesibles y los libera, si aprendemos a abrir nuestro «corazón» hacia ellos. Es necesario encontrar continuamente en lo que es «erótico» el significado esponsalicio del cuerpo y la auténtica dignidad del don. Esta es la tarea del espíritu humano, tarea de naturaleza ética. Si no se asume esta tarea, la atracción de los sentidos y la pasión del cuerpo pueden quedarse en la mera concupiscencia carente de valor ético, y el hombre no experimenta esa plenitud del «eros», que significa el impulso del espíritu humano hacia lo que es verdadero, bueno y bello, por lo que también lo que es «erótico» se convierte en verdadero, bueno y bello. Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros.

El hombre aprende a discernir entre lo que, por una parte, compone la riqueza de la masculinidad y feminidad en los signos que provienen de su perenne llamada y atracción creadora, y lo que, por otra parte, lleva sólo el signo de la concupiscencia. Y aunque estas variantes y matices de los movimientos internos del «corazón», dentro de un cierto límite, se confundan entre sí, sin embargo, se dice que el hombre interior ha sido llamado por Cristo a adquirir una valoración madura y perfecta, que lo lleve a discernir y juzgar los varios motivos de su mismo corazón. Las palabras de Cristo son rigurosas. Exigen al hombre que, en el ámbito en que se forman las relaciones con las personas del otro sexo, tenga plena y profunda conciencia de los propios actos y, sobre todo, de los actos interiores. *Las palabras de Cristo exigen que el hombre en esta esfera, que parece pertenecer exclusivamente al cuerpo y a los sentidos, esto es, al hombre exterior, sepa ser verdaderamente hombre interior- sepa obedecer a la recta conciencia; sepa ser el auténtico señor de los propios impulsos íntimos, como guardián que vigila una fuente oculta; y finalmente, sepa sacar de todos esos impulsos lo que es conveniente para la «pureza del corazón». *

Muy frecuentemente se juzga que lo propio del ethos es sustraer la espontaneidad a lo que es erótico, pero quien acepta el ethos del enunciado de Mateo 5, 27-28, debe saber que también está llamado a la plena y madura espontaneidad de las relaciones, que nacen de la perenne atracción de la masculinidad y de la feminidad. No puede haber esta espontaneidad en los impulsos que nacen de la mera concupiscencia carnal, carente en realidad de una opción y de una jerarquía adecuada. Precisamente a precio del dominio sobre ellos el hombre alcanza esa espontaneidad más profunda y madura, con la que su «corazón», adueñándose de los instintos, descubre de nuevo la belleza espiritual del signo constituido por el cuerpo humano

Cuando el deseo sexual se une con una complacencia noble, es diverso de un mero y simple deseo. Análogamente, la excitación sensual es bien distinta de la emoción profunda, con que no sólo la sensibilidad interior, sino la misma sexualidad reaccionan en la expresión de la feminidad y de la masculinidad de manera integral. Las palabras del sermón de la montaña, con las que Cristo llama la atención de sus oyentes -de entonces y de hoy- sobre la «concupiscencia» señalan indirectamente el camino hacia una madura espontaneidad del «corazón» humano, que no sofoca sus nobles deseos y aspiraciones, sino que, al contrario, los libera y, en cierto sentido, los facilita.

Reflexión: ¿Cuál es el valor que busca proteger y liberar el llamado a mirar con pureza de corazón? ¿Qué significa la frase: Es indispensable, pues, que el ethos venga a ser la forma constitutiva del eros?

 

21) El ethos de la redención

El hombre interior es el sujeto específico del ethos del cuerpo, y Cristo quiere impregnar de esto la conciencia y la voluntad de sus oyentes y discípulos. Se trata indudablemente de un ethos que es «nuevo» en relación con el de los hombres del Antiguo Testamento. Este «nuevo» ethos, que emerge de la perspectiva de las palabras de Cristo pronunciadas en el sermón de la montaña, lo hemos llamado «ethos de la redención» y, más precisamente, ethos de la redención del cuerpo. La «redención del cuerpo», presentada como el fin del misterio de la redención del hombre y del mundo, realizada por Cristo.

¿En qué sentido, pues, podemos hablar del ethos de la redención y especialmente del ethos de la redención del cuerpo? Debemos reconocer que en el contexto de las palabras del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28), que hemos analizado, este significado no aparece todavía en toda su plenitud. Se manifestará más completamente cuando examinemos otras palabras de Cristo, esto es, aquellas en las que se refiere a la resurrección (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36). Sin embargo, no hay duda alguna de que también en el sermón de la montaña Cristo habla en la perspectiva de la redención del hombre (y precisamente, por lo tanto, de la «redención del cuerpo»). De hecho, ésta es la perspectiva de todo el Evangelio, de toda la enseñanza, más aún, de toda la misión de Cristo. El que en la enseñanza de Cristo la referencia fundamental a la cuestión del matrimonio y al problema de las relaciones entre el hombre y la mujer, se remita al «principio» sólo puede ser justificado por la realidad de la redención; fuera de ella, en efecto, permanecería únicamente la triple concupiscencia, o sea, esa «servidumbre de la corrupción», de la que escribe el Apóstol Pablo (Rom 8,21).

En el sermón de la montaña Cristo no invita al hombre a retornar al estado de la inocencia originaria, porque la humanidad la ha dejado irrevocablemente detrás de sí, sino que lo llama a encontrar -sobre el fundamento de los significados perennes y, por así decir, indestructibles de lo que es «humano»- las formas vivas del «hombre nuevo». De este modo se establece un vínculo, más aún, una continuidad entre el «principio» y la perspectiva de la redención. En el ethos de la redención del cuerpo deberá reanudarse de nuevo el ethos originario de la creación. Cristo no cambia la ley, sino que confirma el mandamiento: «No adulterarás»; pero, al mismo tiempo, lleva el entendimiento y el corazón de los oyentes hacia esa «plenitud de la justicia» querida por Dios creador y legislador, que encierra este mandamiento en sí. Esta plenitud se descubre: primero con una visión interior «del corazón», y luego con un modo adecuado de ser y de actuar. La forma del hombre «nuevo» puede surgir en la medida en que el ethos de la redención del cuerpo domina al hombre de la concupiscencia. *Cristo indica con claridad que el camino para alcanzarlo debe ser la templanza y el dominio de los deseos, y esto en la raíz misma, en la esfera puramente interior («todo el que mira para desear.»). *

El ethos de la redención contiene el imperativo del dominio de sí, la necesidad de una inmediata continencia y de una templanza habitual. En este comportamiento el corazón humano permanece vinculado al valor del significado esponsalicio del cuerpo, mediante el cual el Creador -junto con el perenne atractivo recíproco del hombre y de la mujer- ha escrito en el corazón de ambos el don de la comunión, es decir, la misteriosa realidad de su imagen y semejanza. En el terreno del ethos de la redención la unión con ese valor mediante un acto de dominio, se restablece, con una fuerza y una firmeza todavía más profundas. El acto del dominio de sí y de la templanza, a los que llama Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) buscan conservar este valor.

Reflexión: ¿Qué significa que Cristo haya muerto en la cruz para redimirme? ¿Qué relación tiene eso con mi cuerpo?

22) La pureza es exigencia del amor

La conciencia del estado pecaminoso en el hombre histórico es no sólo un necesario punto de partida, sino también una condición indispensable de su aspiración a la virtud, a la «pureza de corazón», a la perfección. Incluso cuando el hombre se ha habituado a ceder a la concupiscencia de la carne, desde la primera vez que logra el dominio de si, y mucho más si adquiere después el hábito, realiza la gradual experiencia de la propia dignidad y, mediante la templanza, atestigua el propio autodominio y demuestra que realiza lo que en él es esencialmente personal. Y, además, experimenta gradualmente la libertad del don, que por un lado es la condición, y por otro es la respuesta del sujeto al valor esponsalicio del cuerpo humano. Así, pues, el ethos de la redención del cuerpo se realiza a través del dominio de sí, a través de la templanza de los «deseos», cuando en el corazón humano adquieren voz los estratos más profundos de la potencialidad del hombre, a los cuales la concupiscencia de la carne, por decirlo así, no permitiría manifestarse. Estos estratos tampoco pueden emerger si el corazón humano está anclado en una sospecha permanente, o cuando la sexualidad se entiende como un «antivalor».

El ethos de la redención del cuerpo permanece profundamente arraigado con la Revelación. Al referirse, en este caso, al «corazón», Cristo formula sus palabras del modo más concreto: efectivamente, el hombre es único e irrepetible sobre todo a causa de su «corazón», que decide en él «desde dentro». La pureza de corazón se explica, con la relación hacia el otro sujeto, que es originaria y perennemente «conllamado». La pureza es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior en el «corazón» del hombre.

Cuando Cristo, explicando el significado justo del mandamiento: «No adulterarás», hizo una llamada al hombre interior, especificó, al mismo tiempo, la pureza, con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer en el matrimonio y fuera del matrimonio. Pureza que en el sermón de la montaña está comprendida en el enunciado de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).

Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del hombre, la fuente de la pureza, pero también de la impureza moral. «…lo que sale de la boca procede del corazón, y eso hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las blasfemias; pero comer sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre» (Mt 15, 18-20; también Mc 7, 20-23). Cristo se cuidó bien de no vincular la pureza en sentido moral (ético) con la fisiología y con los procesos orgánicos. El concepto de «pureza» y de «impureza» en sentido moral es ante todo un concepto general, por lo que todo bien moral es manifestación de pureza, y todo mal moral es manifestación de impureza.

 

Reflexión: ¿Puedo amar al otro sin tener una mirada pura hacia él? ¿Cómo deseo ser mirado por quien dice amarme? ¿A qué se refiere Cristo cuando dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8)?

23) La vida según el Espíritu

En la Carta a los Gálatas (5, 16-17) San Pablo pone de relieve la tensión que existe en el interior del hombre entre la «carne» y el «Espíritu» (escrito con mayúscula, es decir, el Espíritu Santo): «Os digo, pues: andad en Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne porque la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne…». Cuando San Pablo dice la «carne» indica no sólo al hombre «exterior», sino también al hombre «interiormente» sometido al mundo, el hombre de la triple concupiscencia. Por el contrario, es precisamente en la «vida según el Espíritu» donde se vive la pureza de corazón, de la que habló Cristo en el sermón de la montaña.

La misma contraposición de la vida «según la carne» y «según el Espíritu» la encontramos en la Carta a los Romanos (Rom 8, 5-10). Seguidamente Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte, a través de la resurrección de Cristo: «El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros» (Rom 8, 11). Aquí, San Pablo pone de relieve la «justificación» en Cristo, destinada ya al hombre «histórico». Esta «justificación» por la fe, es decir, mediante la redención realizada por Cristo mismo, obra en el interior del hombre por medio del Espíritu Santo y es, según San Pablo, una auténtica fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones. La redención realizada por Cristo, es a la que Pablo llama también «redención del cuerpo». En el corazón y en el comportamiento del hombre, fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del Espíritu que realizan la «justificación», esto es, que hacen realmente que la justicia «abunde» en el hombre, como se inculca en el Sermón de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunde en la medida que Dios mismo ha querido y que Él espera.

En otra parte de la Carta a los Gálatas dice Pablo: «Ahora bien; las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lasciva, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas…» (5, 19-21). «Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza… (5, 22-23). Observemos que entre los frutos del Espíritu el Apóstol incluye la templanza la cual implica el «dominio de sí».

Resulta significativo que Pablo, al hablar de las «obras de la carne» (Gál 5, 11-21), mencione no sólo «fornicación, impureza, lascivia…, embriagueces, orgías» -por lo tanto, todo lo que, según un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los «pecados carnales» -, sino que nombra también otros pecados: «idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones, envidias…» (Gál 5, 20-21) que de acuerdo con nuestras categorías antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien a llamar «pecados del espíritu» humano. No sin motivo habremos podido entrever en ellas más bien los efectos de la «concupiscencia de los ojos» o de la «soberbia de la vida», que no los efectos de la «concupiscencia de la carne». Sin embargo, Pablo las califica como «obras de la carne», lo que solo se puede entender sobre el fondo de ese significado más amplio que en las Cartas paulinas asume el término «carne», contrapuesto sólo y no tanto al «espíritu» humano, cuanto al Espíritu Santo que actúa en el alma (en el espíritu) del hombre.

Todos los pecados son expresión de la «vida» según la carne, que se contrapone a la «vida según el Espíritu». Mientras en el primer caso nos encontramos con el hombre abandonado a la concupiscencia, en el segundo nos hallamos frente a lo que llamamos el ethos de la redención. En la doctrina paulina, la vida «según la carne» y la vida «según el Espíritu», encuentran un amplio y diferenciado campo para traducirse en obras. La vida según el Espíritu se logra gracias a la potencia del Espíritu Santo que, actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que sus deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo -y no tanto- «obras» del hombre, cuanto «fruto», esto es, efecto de la acción del «Espíritu» en el hombre.

Reflexión: En nuestro diario vivir, ¿podemos identificar cuando obramos según la carne y cuando según el Espíritu?

24) La subordinación de la libertad al amor

Una de las manifestaciones de la vida «según el Espíritu» es el comportamiento conforme a la virtud de la pureza de la que habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses donde leemos «La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa mantener el propio cuerpo en santidad y honor, no como objeto de pasión libidinosa, como los gentiles, que no conocen a Dios» (1 Tes 4, 3-5). «Que no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, quien estos preceptos desprecia, no desprecia al hombre, sino a Dios, que os dio su Espíritu Santo» (1 Tes 4, 7-8). El que Pablo se refiera a que el hombre «sepa mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso» hace ver que la pureza es una «capacidad», una actitud, y en este sentido, es virtud que obviamente debe estar arraigada en la voluntad.

Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que en ella fructifica el misterio de la redención del cuerpo. El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1 Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace surgir precisamente el deber moral de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto» lo cual se realiza mediante la abstención de la «impureza» y fructifica en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio», según la imagen y semejanza de Dios. La pureza es una variante de la virtud de la templanza. La finalidad de la pureza es no sólo (y no tanto) la abstención de la «impureza» y de lo que a ella conduce, sino, al mismo tiempo, el mantenimiento del propio cuerpo e, indirectamente, también del de los otros con «santidad y respeto». Estas dos funciones, la «abstención» y el «mantenimiento» están estrechamente ligadas y son recíprocamente dependientes. Requiere la superación de algo que actúa en el hombre, sobre todo, en el ámbito de los sentidos, pero muy frecuentemente no sin repercusiones en la dimensión afectivo-emotiva.

Según las palabras de Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en sentido moral proviene «del corazón» humano. Pablo, cuando habla de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo habló en el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano. Esta superación, o sea, el «hacer morir las obras del cuerpo con la ayuda del «espíritu», es condición indispensable de la «vida según el Espíritu», esto es, de la «vida» que es antítesis de la «muerte», de la que se habla en el mismo contexto. La vida «según la carne», en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir, lleva consigo como efecto la «muerte» del Espíritu. El término «muerte» no significa solo muerte corporal, sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal.

Desde el punto de vista bíblico, la «pureza del corazón» significa la libertad de todo género de pecado y no sólo de los que se refieren a la «concupiscencia de la carne». Las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña son realistas, no tratan de hacer volver el corazón humano al estado de inocencia originaria, que el hombre dejo ya detrás de sí; le señalan, en cambio, el camino hacia una pureza de corazón, que le es posible y accesible. El hombre interior debe abrirse a la vida según el Espíritu, para que participe de la pureza de corazón evangélica: para que vuelva a encontrar y realice el valor del cuerpo, liberado de los vínculos de la concupiscencia mediante la redención.

En todo lo que es manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu, Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 13). Escribe precisamente así: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). Si «toda la ley» del Antiguo Testamento «halla su plenitud» en el mandamiento del amor, la dimensión del nuevo ethos evangélico no es más que una llamada dirigida a la libertad humana, a su realización plena y, en cierto sentido, a la más plena «utilización» de la potencialidad del espíritu humano.

Podría parecer que Pablo contraponga solamente la libertad a la ley y la ley a la libertad. Sin embargo, un análisis profundo del texto demuestra que San Pablo, en la Carta a los Gálatas, subraya ante todo la subordinación ética de la libertad a ese elemento en el que se cumple toda la ley, o sea, al amor, que es el mandamiento más grande del Evangelio. «Cristo nos ha liberado para que seamos libres», precisamente en el sentido en que Él nos lo ha manifestado. Entender así la vocación a la libertad («Vosotros… hermanos, habéis sido llamados a la libertad», Gál 5, 13), significa configurar el ethos, en el que se realiza la vida «según el Espíritu».

Cristo ha realizado y manifestado la libertad que encuentra la plenitud en la caridad, la libertad, gracias a la cual, estamos «los unos al servicio de los otros»; en otras palabras: la libertad que se convierte en fuente de «obras» nuevas y de «vida» según el Espíritu. La antítesis y la negación de este uso de la libertad tiene lugar cuando esta se convierte para el hombre en «un pretexto para vivir según la carne». Quien vive «según la carne», deja de ser capaz de esa libertad para la que «Cristo nos ha liberado»; deja también de ser idóneo para el verdadero don de si, que es fruto y expresión de esta libertad y que está ligado con el significado esponsalicio del cuerpo.

Reflexión: ¿Qué significa: “mantener nuestro cuerpo en santidad y respeto”? ¿Qué significa que la pureza es una capacidad, una actitud? ¿Qué implica subordinar la libertad al amor?

25) El cuerpo como manifestación del espíritu

Todo el desarrollo de la ciencia contemporánea respecto al cuerpo como organismo, está basado sobre la separación de lo que en el hombre es corpóreo, de lo que es espiritual. Desde esta óptica el hombre deja de identificarse con el propio cuerpo y no le es difícil tratarlo, como objeto de manipulación ya que se le priva del significado y de la dignidad que se derivan de tener conciencia del cuerpo como signo de la persona, como manifestación del espíritu. En otras palabras, el conocimiento puramente «biológico» de las funciones del cuerpo relacionadas con la masculinidad y feminidad de la persona humana, es capaz de ayudar a descubrir el auténtico significado esponsalicio del cuerpo, solamente si va unido a una adecuada madurez espiritual de la persona humana.

En la primera Carta a los Corintios Pablo expone allí su gran doctrina eclesiológica, según la cual, la Iglesia es Cuerpo de Cristo: Dios dispuso el cuerpo dando mayor decencia al que carecía de ella, a fin de que no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12, 22-25). Aunque el tema propio del texto en cuestión sea la teología de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, contribuye, a la vez, a profundizar en la teología del cuerpo. Mientras en la primera Carta a los Tesalonicenses Pablo escribe acerca del mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», en el pasaje que acabamos de citar de la primera Carta a los Corintios quiere mostrar a este cuerpo humano precisamente como digno de respeto. No se trata sólo del cuerpo (entendido coma organismo, en el sentido «somático)» sino del hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido «es» ese cuerpo. La descripción paulina del cuerpo corresponde precisamente a la actitud espiritual de «respeto» hacia el cuerpo humano, debido a la «santidad» (1 Tes 4, 3-5, 7-8) que surge de los misterios de la creación y de la redención.

En las expresiones de Pablo acerca de los «miembros menos decentes» del cuerpo humano, nos parece encontrar el testimonio de la misma vergüenza que experimentaron los primeros seres humanos, varón y mujer, después del pecado original. «A los que parecen más viles los rodeamos de mayor respeto, y a los que tenemos por menos decentes los tratamos con mayor decencia» (1 Cor 12, 33). Así, pues, se puede decir que de la vergüenza nace precisamente el «respeto» por el propio cuerpo: respeto, cuyo mantenimiento pide Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 4). Ese «respeto», sobre todo, en el ámbito de las relaciones y comportamientos humanos es importante tanto respecto al «propio» cuerpo, como evidentemente también en las relaciones recíprocas.

 

Reflexión: ¿Qué significa la frase «el hombre que se expresa a sí mismo por medio de ese cuerpo, y en este sentido «es» ese cuerpo»? ¿Por qué decimos que la iglesia es cuerpo de Cristo? ¿Quiénes conforman la iglesia?

26)  El templo del Espíritu Santo

Hemos analizado dos pasajes, tomados de la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza como virtud. Si en el texto citado de la primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza consiste en la templanza, en ese mismo texto, al igual que en la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota del «respeto». La abstención «de la impureza», que implica el mantenimiento del cuerpo «en santidad y respeto», permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una «capacidad» fruto de la vida «según el Espíritu» es decir, fruto del don del Espíritu Santo.

Estas dos dimensiones de la pureza -la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo, están estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo «templo» (por lo tanto: morada y santuario) del Espíritu Santo. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?», pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6, 19), después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de las exigencias morales de la pureza. «Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica, peca contra su propio cuerpo» (1 Cor 6, 18). Estos pecados llevan consigo la «profanación» del cuerpo: privan al cuerpo del respeto que se le debe a causa de la dignidad de la persona. El Apóstol va más allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también «profanación del templo».Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de Pablo, no sólo decide el hombre constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad sobrenatural que, como fruto de la redención realizada por Cristo, nuestro cuerpo es morada y presencia continua del Espíritu Santo. Y este nuevo don de Dios obliga. El Apóstol hace referencia a esta dimensión de obligación cuando escribe: «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» (1 Cor, 6, 13).

Con la Encarnación Cristo ha impreso en el cuerpo una nueva dignidad, el hecho de que el cuerpo humano venga a ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre es algo que cada cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al «propio» cuerpo y, evidentemente respecto al cuerpo del otro. La redención del cuerpo comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere Pablo en la primera carta de los Tesalonicenses (4, 3-5), cuando habla de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».

Una cosa es la satisfacción de las pasiones, y otra la alegría que el hombre encuentra en poseerse más plenamente a sí mismo, pudiendo convertirse de este modo también más plenamente en un verdadero don para otra persona. En una pureza madura, se manifiesta en parte la eficacia del don del Espíritu Santo, de quien el cuerpo humano es «templo» ( 1 Cor 6, 19).

 

Reflexión: ¿Qué implicaciones tiene en nuestra vida diaria la pregunta de Pablo a los Corintios: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?» (1 Cor 6, 19).

27) El arte y la ética

La esfera de las experiencias estéticas se encuentra también en el ámbito del ethos del cuerpo. En la pintura o escultura el hombre-cuerpo es siempre un modelo, sometido a la elaboración específica por parte del artista. En el filme, y todavía más en el arte fotográfico, el modelo no es transfigurado, sino que se reproduce al hombre vivo y en tal caso el cuerpo humano, no es modelo sino objeto de una reproducción obtenida mediante técnicas apropiadas.

El ethos del cuerpo, es decir, la ética de su desnudez, a causa de la dignidad de la persona, está estrechamente vinculada al significado esponsalicio del cuerpo, en el que el dar de una parte se encuentra con la apropiada respuesta de la otra al don. La desnudez del cuerpo humano en el arte hace que este se convierta en objeto destinado a un múltiple conocimiento, mediante el cual los que miran, en cierto sentido, se adueñan de lo que debe existir esencialmente a nivel de don, hecho de la persona a la persona, no en la imagen, sino en el hombre vivo. En efecto, ese «elemento del don» queda expuesto a una recepción incógnita y con ello queda de algún modo «amenazado», ya que puede convertirse en objeto anónimo de «apropiación», objeto de abuso. Precisamente por esto la verdad sobre el hombre, sobre lo que en él es particularmente personal e interior, crea aquí límites claros que no es lícito sobrepasar. De esto no se deriva ciertamente que el cuerpo humano, en su desnudez, no pueda convertirse en tema de la obra de arte, sino sólo que, a causa del gran valor del cuerpo en la «comunión» interpersonal, este problema no es puramente estético ni moralmente indiferente.

La necesidad de la intimidad hacia el propio cuerpo, sirve para asegurar el don y la posibilidad del darse recíprocamente. El hombre no quiere convertirse en objeto para los otros a través de la propia desnudez anónima, ni quiere que el otro se convierta para él en objeto de modo semejante. La violación del pudor corpóreo es un método conscientemente usado para destruir la sensibilidad personal y el sentido de la dignidad humana. Esta verdad debe tomarse en consideración también por el artista quien debe ser consciente de la verdad plena del objeto, de toda la escala de valores unidos con él. Esto corresponde a ese principio de la «pureza de corazón» que es necesario transferir a la creación o reproducción artísticas.

Hay obras de arte, cuyo tema es el cuerpo humano en su desnudez, y cuya contemplación nos permite concentrarnos, en cierto sentido, sobre la verdad total del hombre, sobre la dignidad y la belleza -incluso esa «suprasensual»- de su masculinidad y feminidad. Estas obras tienen en sí, como escondido, un elemento de sublimación, que conduce al espectador, a través del cuerpo, a todo el misterio personal del hombre. Pero también hay obras de arte, y reproducciones, que suscitan objeción en la esfera de la sensibilidad personal del hombre -no a causa de su objeto, puesto que el cuerpo humano en sí mismo tiene siempre su dignidad inalienable-, sino a causa de la calidad o del modo de su reproducción, o, representación artística. Si nuestra sensibilidad personal reacciona con objeción y desaprobación, es así porque en esa intencionalidad fundamental, descubrimos la objetivización del hombre y de su cuerpo, su reducción a objeto de «goce». Y esto está contra la dignidad del hombre también en el orden intencional del arte y de la reproducción.

Lo que aquí hemos llamado «el ethos de la imagen» no puede ser considerado abstrayéndolo del componente correlativo, que sería necesario llamar el «ethos de la visión». Como la creación de la imagen impone al autor, no sólo lo estético, sino también lo ético, así el «mirar» impone obligaciones al receptor de la obra. La auténtica y responsable actividad artística busca una expresión artística de la verdad sobre el hombre en su corporeidad. A su vez, depende del espectador si decide realizar el propio esfuerzo para acercarse a esta verdad, o si se queda solo en un «consumidor» superficial de las impresiones, esto es, uno que se aprovecha del encuentro con el anónimo tema-cuerpo sólo a nivel de la sensualidad.

Reflexión: ¿Tenemos en cuenta la verdad sobre el hombre creado a imagen y semejanza de Dios y el valor de la pureza de corazón cuando elegimos que imágenes o películas ver?