Peregrinación parroquial a Tierra Santa

Hemos visitado más de veinte iglesias, un buen puñado de ruinas arqueológicas, las sedes en Tierra Santa de los Neocatecumenales y los Legionarios de Cristo, hemos andado por tres ciudades, probado las exquisiteces culinarias del país allá donde íbamos y pasado muchas horas en los autobuses, pero ninguna muerta, aburrida o agobiante. Hemos flotado sin hundirnos en el Mar Muerto, hemos surcado el mar de Galilea, hemos triscado por el desierto de Judea, nos hemos perdido por el zoco de la Ciudad Vieja de Jerusalén, hemos tomado agua en Yardenit y hemos admirado el oleaje bravío del Mediterráneo.

Hemos recorrido la Vía Dolorosa y hemos llevado en procesión a una Madonna en Nazaret, hemos cantado en la iglesia de Santa Ana y orado en el huerto de los Olivos, hemos recitado el Magníficat en la Visitación, el Benedictus en Ein Karem, la Salve en el Monte Carmelo, el Ángelus en la Anunciación, el Regina Coeli en el Sepulcro y el Ánima Christi después de cada comunión. Hemos rezado el Avemaría en árabe, el Kirie en griego y el Padrenuestro en latín. Hemos cantado al amor de los amores, el Viva España de Manolo Escobar, el himno de Setefilla, villancicos navideños, el repertorio casi al completo de Cesáreo Gabarain, sevillanas en el patio de un convento, la Salve mal llamada rociera, el Pange Lingua, el Tantum Ergo y las negaciones de Pedro en Gallicanto, apiñados en esa celda tan angosta como espeluznante.

Hemos seguido el ejercicio piadoso de las Cinco Llagas en un fervoroso recogimiento que impresionaba, hemos adorado a Jesús sacramentado, hemos invocado a su bendita madre aquí y allí y hemos portado la Cruz por las mismas calles por donde anduvo Nuestro Señor.

Hemos renovado el sacramento del matrimonio en Caná de Galilea, el del bautismo en el Jordán, el de la reconciliación en Getsemaní, el del orden en de forma simbólica en el Cenáculo y la eucaristía en templos “hic” como las basílicas de la Anunciación y el Santo Sepulcro, las iglesias de la Transfiguración, la Agonía o el Cenacolino.

Gracias a Dios, se nos ha quedado sin renovar el de la unción de los enfermos y el único percance digno de mención fue la maleta perdida de Maricruz. Nos ha quemado la piel el sol, nos ha ventilado la brisa lacustre, nos ha granizado, nos ha llovido a cántaros y hasta nos ha nevado. Qué más vamos a pedir.

Y, sin embargo, nos falta algo. Para nada imputable a la organización, de diez, de Távora con la inestimable ayuda de Carmelo que exhibía su campechanía y buen humor hasta que la luctuosa noticia de la muerte de su madre se le cruzó en mitad del viacrucis. Gian Lucca y Gloria han demostrado que a la profesionalidad y el rigor en las explicaciones se les puede añadir amabilidad y simpatía en idéntica proporción: lo que da ser buenas personas.

Y, pese a todo eso que hemos hecho, que ha sido muchísimo, se nos ha quedado sin hollar una última ciudad, una última iglesia por visitar, un destino poco frecuentado pero que se hace imprescindible para completar la peregrinación como Dios manda.

Cuando se queden olvidadas en la tarjeta de memoria las miles de fotos que hemos tomado, cuando la paloma de madera de regalo se extravíe, cuando se nos caiga raído el escapulario de la Virgen del Carmen y la pulserita de la parroquia haya perdido su color amarillo, cuando encontremos entre las páginas del libro que estábamos leyendo estos días las dos estampas de recuerdo, obsequio generoso de la Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla, habrá algo todavía que nos recuerde algún instante especial de este viaje hacia el interior de cada uno de nosotros. Carmelo prefiere llamarlos acertadamente “momentos pellizcos”.

Personalmente no se me van a olvidar en la vida algunos de esos momentos únicos e irrepetibles: por encima de todos, el final de la misa de Resurrección en la sacristía del Santo Sepulcro y la primera noche en Jerusalén. Luego, la visión del monasterio grecoortodoxo de San Jorge al final de la cuesta de vértigo de Walid Quelt, el homenaje a los viudos en Caná, el recuento de los enfermos por los que implorar su curación en Cafarnaúm, la voz quebrada del hermano mayor en el Litostrotos y, por supuesto, el latigazo electrizante junto al pesebre en la gruta de la Natividad o los labios sobre la helada losa de mármol del Sepulcro.    

Me llevo de Jerusalén la impresión de que el alma de esa ciudad tres veces santa es inaprensible. De Belén, la herida sangrante de la división artificial en la ciudad terrena cuando la ciudad celestial no admite fronteras. De Nazaret, la humilde artificiosidad de la basílica de hormigón en contraste con la grandiosa autenticidad del rincón de la Anunciación. De Galilea, una geografía montañosa fundamental para entender la vida de Jesús y su predicación. Del lago Tiberiades, la impresionante belleza del paisaje siempre cambiante de las aguas del mar de Galilea y el verdor profundo de los altos del Golán. Y del desierto de Judea, de esas montañas yermas sin las que es imposible entender las Tentaciones, una llamada a vivirlo en profundidad: silencio, ayuno y oración.

Y, sin embargo, se hace obligado poner rumbo a Nicopolis. Cuando estemos cabizbajos rememorando estos ocho días, comentando entre nosotros, seguro que alguien se une animoso a nuestro recuerdo. Al principio, no parecerá haberse enterado de lo que ha pasado por nuestro corazón estos días, pero luego, tal vez al partir un pan de pita para probar el humus a modo de memorial, caigamos de repente en la cuenta. Y entonces recordaremos cómo ardía nuestro corazón mientras nos explicaba lo que hemos vivido, todavía sin entenderlo, para hacerlo vida.

Nos ha faltado esa última ciudad: Nicopolis, que casi nunca se visita, pero de la que se vuelve a zancadas para contar quién era ese compañero de viaje misterioso con quien compartimos asiento en el banquete eucarístico. Entonces, cuando volvamos sobre nuestros pasos para contar sin parar, haciéndonos lenguas a todo el mundo que se nos ponga por delante con quién hemos estado estos ocho días, se habrá cumplido al fin el objetivo último de esta peregrinación: un encuentro personal que nos ha cambiado la mirada y quién sabe si la vida.

(A bordo del avión que nos lleva a Nicopolis, a las 21.02 del día de San Antón de 2019).

Tierra Santa